“El Cristo de la Florida”
Llegaba por uno de los caminos de la Florida. El parque estaba un poco sombrío ya a las ocho de la tarde, y se había levantado una ligera brisa, aunque a él no parecía importarle demasiado: tenía un aspecto algo desarrapado, pero a la vez inspiraba confianza. Se protegía del fresco con una chaqueta gris no muy gruesa, que hacía pensar que no le salvaguardaba mucho; quizá sería uno de esos tipos duros que aguantan el frío y el calor como si nada, o uno de esos pasotas tan centrados egoístamente en su vida e inmoderadamente ocupados para hacer pronósticos del tiempo….
Aunque decididamente, de éstos no daba el perfil. Me fijé en que no llevaba zapatos, y tenía los pies negros como la noche…
Continúa el cuento del Cristo de la Florida…
-¿Será un hippie trasnochado? -, me pregunté viendo como se acercaba hacia mí.
No llevaba puesto ningún tipo de calzado, pero sí que portaba unas sandalias del color de la tierra colgadas de su roída mochila. Parecía que andar descalzo para él era más cómodo, aunque fuera algo que yo miraba con extrañeza.
Su larga barba blanca y su pelo encrespado, enmarcaban un rostro tremendamente apacible, presidido por unos despiertos y grandes ojos azules que transmitían un intenso fervor.
Seguramente sería un errante que descansaba por estos lares, para seguir transitando por el mundo, en cuanto hubiera reposado de las mil y una historias que en su divagar le hubieran acontecido.
Venía en dirección al banco que yo ocupaba, pero pasó de largo, y torció hacia la calzada cruzando por el césped. Atravesó la carretera, y se quedó un buen rato observando la Catedral: creo que estaba mirando el pórtico tan grandioso y especial encima de las blanquecinas escaleras. Giré de nuevo la cabeza ya que un dolorcillo en el cuello empezaba a hacer mella. Me fijé otra vez en el relajante paisaje, pero esta vez vista al frente: siempre me ha gustado el aspecto de este sitio como con bosquecillos, incluso tiene ese riachuelillo pequeño al que la gente tira monedas; supongo que para que se le cumpla algún deseo. Estoy en la parte contraria al puente, y desde aquí no puedo verlo, sin embargo lo primero que hice cuando salí de la biblioteca fue pasarlo. Lo que observo si miro hacia la derecha, es el quiosco de música, hacia donde me iba a dirigir en un primer momento, pero cambié de idea al ver allí a un montón de niños que se tiraban las primeras castañas otoñales:
-¡Te vas a acordar de esta, cara de cráter! -, le chillaba una niña con pinta de relamida a un prepúber con acné que lanzaba todas las castañas contra ella con gran puntería.
Preferí escoger otra trayectoria, y me senté en el banco en el que estoy.
Otro día que no coincidiera con los niños que recién salían del colegio como llamaradas contenidas, podría confortarme bajo la pálida mirada de alguna de las estatuas de los reyes visigodos. A eso de las cinco había empezado a sonar una música ambiental, muy decimonónica, muy relajante…
Me recuerdo hace unos años, justo cuando instalaron un equipo de música en la glorieta del quiosco, buscando a los músicos con los ojos como los de un besugo, y percatándome luego de que el sonido salía de unos bafles blancos que habían colocado. En casa se rieron mucho de mí cuando lo conté:
-Pero… ¿tú en qué planeta vives, alma cándida? ¡Si lo del audio de la Florida yo creo que lo anunciaron hasta en el programa de los Lunnis!-, ironizaba mi cáustica hermana.
Con lo buena que era con mis sobrinos, que los llevé durante todos los domingos de Febrero y Marzo a ver los títeres, y su señora madre parecía que no tenía otra cosa en la cabeza que dejarme como una payasa.
Sentía un letargo generalizado por todo el cuerpo, por eso me había sentado allí. La cosa era que hoy tampoco es que me hubiera ejercitado mucho: había pasado toda la mañana metida en casa, y por la tarde fui a la biblioteca que está aquí al lado y me quedé leyendo una biografía de Napoleón hasta que vine a sentarme aquí: entre tantas guerras y batallas, el hombre por fin descansaría cuando le desterraron a la isla de Santa Elena, al sur del Atlántico. Bueno, que eso de vivir al lado de un volcán no tiene que ser muy alentador, y eso de que fuera una propiedad británica digamos que no le causaría una eclosión de alegría al emperador francés: que estaría el hombre todo el día tirando japos al suelo para acallar su odio visceral a los hijos de la Gran Bretaña que le habían mandado hasta el lugar de su muerte unos años después.
Más turística resultaría la isla de Elba, donde antes de que le deportaran a la otra, fue porque era el único sitio donde podía gobernar… En ese entonces me imagino que no habría restaurantes, pizzerías o discotecas, pero supongo que la Toscana siempre habrá tenido su encanto. Seguro que Bonaparte se habrá sentado más de una vez en el Golfo de la Estrella fantaseando con que él habría podido con toda Europa, y que sus mariscales habrían derrotado a los moscovitas sin dificultades como las que en realidad tuvieron; no dudo que también desde ese lugar ha tenido algún pensamiento para su mujer María Luisa y para su hijo, a los cuales no volvió a ver jamás desde que se desplazó a Elba.
Quizá lo de que ahora mismo yo estuviera un poco agotada, no se debía a que hubiera hecho un viaje astral a una de estas playas arenosas en Italia, sino a que simplemente esa noche había dado tantas vueltas en la cama porque tenía calor, que cuando me levanté parecía una pata glaseada un poco despeinada. Podía ser esta la raíz de mi somnolencia, sí.
Tenía los ojos entrecerrados, cuando de pronto sentí acertadamente que alguien se asentaba a mi lado. Era aquel individuo con los pies descalzos:
– Buenos días, guapa. ¿No te importará que me siente a tu lado? -, preguntó sonriente.
No voy a mentir, estuve a punto de irme por donde había llegado; simplemente no me apetecía levantarme, así fue que me quedé asegurándole que no me importaba su compañía. Cuando me pasan estas cosas siempre me da por pensar en situaciones límite: si era un psicópata o un desequilibrado con malas intenciones, le daría una pertinaz patada en la entrepierna, y luego le daría un golpe certero en las corvas de la rodilla… Truquillos que he visto en alguna que otra película. Me tranquilicé un poco, porque probablemente con que le pisara el dedo gordo el sujeto este, ya sufriría bastante.
-Me da igual. Puede sentarse -.
-Tú veo que también eres una buena hija de Dios -.
-¿Buena? Pues a veces una hija un poco pródiga, pero sí, se intenta ser de las buenas. ¿Usted también es buen hijo de Dios? -.
-Claro. Está bien lo de tu humildad… Aunque te alejes de Él, Mi Padre siempre es muy comprensivo. Nunca dudes de Él -.
-No es de Dios del que dudo, es de mis semejantes de los que no me fío, y eso creo que está bien hasta cierto punto -.
-Tienes poca fe, hija… -, sentenció.
Calló durante unos segundos.
Me repateó que apuntara esto sin conocerme de nada. De todas formas no me interesaba ponerme metafísica, ni ponerme a hablar de las inconcusas y arraigadas bases de mi fe; de esta manera, busqué en mi cartera uno de mis libros para desviar la conversación si iba a continuar, hacia otros derroteros.
-Te noto distante. ¿Te pasa algo? -, cuestionó el mendicante.
-No, no… Sólo es que estoy un poco cansada. Además quería terminar este libro de Manuel Vicent -, contesté sacando “La novia de Matisse”.
-¿Cansada? Igual es un cáncer… -.
-¡No, por Dios! Se llama insomnio, una mala noche, nada más -.
-¡ah, bueno! Pero es que te veo tan pálida… -.
Ese es mi color, un blanquecino amelocotonado, a veces un poco tomateril si me ruborizo. Pienso en ocasiones que mis padres se equivocaron de nombre: en lugar de Maria Pilar, me podían haber llamado Blancanieves, como la del cuento de Los Siete Enanitos, y no habría desconjuntado para nada… De bella tenía yo poco y de princesa menos aún, que con lo joven que soy, las arrugas ya empiezan a hacer amago de querer aparecer; me veo de mayor con algo parecido a la M-30 tatuada en la frente. Y los moteros estos que se pintan eccenografías en la piel, vendrán a preguntarme quién me ha hecho el trabajito.
Entre eso y las venas que se me marcan como si estuvieran hechas con Rotrings del 0.8, parezco una caricatura de Stevie González con anorexia. Desde luego, en lo de entrometidas también nos asemejamos, que la princesita se metió en casa de los enanitos sin comerlo ni beberlo, y algo así hacía yo en el cuarto de mi hermana cuando me había gustado la última camisa que se había comprado: la ultima camisa, y la última vez que la veía en su ropero… La pobre es que perdía todo. Eso es lo que siempre le decía yo, que si no tuviera la cabeza unida al cuerpo, se le olvidaría por todas partes.
Seguía allí sentada en la Florida con mi inesperado acompañante: el susto fue mayúsculo cuando vi sus manos en mi sien, y cerró los ojos como orando. Un chico que pasaba nos miró: supongo que podría haberme escabullido contando con su ayuda, sin embargo decidí levantarme de improviso quitándome de encima las manos de aquel extraño hombre. Atravesé la Plaza de la Virgen Blanca, y subí por la Cuchillería. Estuve a punto de entrar a ver una exposición en La Casa del Cordón, pero no me animé y continué mi camino; subí un cantón, y me detuve ante el pórtico de la Catedral de Santa María. Estaba mirando a la imagen de la Virgen rodeada por tres arcos, cuando detrás de mi hombro noté una respiración acompasada:
-¿Usted otra vez?-, me sorprendí de ver al mismo personaje que estuvo sentado conmigo en la Florida.
-Ya ves, hija. Aquí estoy, hija -.
-Ya le veo, ya. Pero es que no sé si me gusta mucho su compañía.
-Te asustaste cuando te impuse las manos. Sólo querría hacerte bien, hija… Tengo mucha fuerza positiva en las manos; Mi Padre me la dio para sanar… no tienes fe suficiente, lo que te dije antes. Yo tan sólo quería aliviar tu cansancio -.
-No quiero parecer desagradecida, pero no hace falta que lo haga. Quiero decir que hay otros más desfavorecidos que yo, y…=.
Si bien me había seguido hasta allí sin que me diera cuenta, si iba a mi casa andando, también podría perseguirme hasta mi domicilio. No sabia si realmente estaba perturbado, aunque todo apuntaba hacia algún tipo de desequilibrio mental. Antes de empezar a correr, pondría la sonrisa más hipócrita que mis comisuras me dejaran convocar, y ya podría decirle <>. Fue entonces cuando de la parroquia salió un sacerdote, y el trotamundos desvió la atención que tenía volcada en mí hacia el otro; fue entonces cuando vi clara mi posibilidad de escapatoria.
No sé muy bien por qué se me acercó en un amago de darme un beso; me conmovió un poco, y ya tenía postura de iniciar mi huida como si de un dibujo animado se tratase, con un pie en el suelo y otro en el aire en dirección a Alburquerque; cuando me desestabilicé por completo, y le di un pisotón al descalzo risueño.
-¡Uy! Ya me puede perdonar, señor -, dije avergonzada.
-No pasa nada, hija. Estas cosas apenas me hacen cosquillas: soy muy fuerte. Pero… ¿Qué ibas a hacer? Te ibas a ir a la carrera. Me recuerdas a María Magdalena en el físico… Eres muy parecida a ella: tu pelo negro, tu figura delgada aunque esbelta… No debes temerme, yo no voy a hacerte ningún mal… Además estás frente a la casa de Santa María Purísima, y aquí jamás podría sucederte nada… -.
-¿No le duele? Le he dado un buen pisotón -.
-Ya te digo que no. Como si me bailases un zapateado en la cabeza, tampoco me quejaría -.
Acababa de asegurar que había conocido a María Magdalena. No podía creer cuántos embustes por minuto salían de la boca de aquél; a la vez sus ojos azules me hacían seguir escuchándolo como si me hubieran hipnotizado.
-¿Crees que estoy loco? -, preguntó él algo entristecido.
Me estaba leyendo el pensamiento, pero sin casi proponérmelo, como espontáneamente, agité el cuello de un lado a otro alertando de una falsa negación. – Estás mintiendo. Bueno, en otra época también me llamaron loco. No voy a guardarte rencor. Las mujeres deben crecer en la fe -.
-¡Aiba, qué bien! ¿Y los hombres? ¿En el pecado y la imperfección? -, articulé molesta.
-Hija, no has entendido nada… -.
Apareció de la nada una chica rubia con dos coletitas de aspecto pueril. Se fundió en un abrazo con el segundo a bordo de mi conversación. Daba la impresión por lo menos de que se tenían mucho cariño.
Ya no era yo el centro de la conversación, así que pensé que podría marcharme.
Detesto interrumpir las conversaciones, pero dejé clara mi intención de despedida, mientras hablaban de un nuevo albergue. Entonces, la chicuela me sujetó por el brazo:
-¡No te vayas! Yo tengo que irme ahora mismo…-. Lo que ella no sabía era que lo que a mí me interesaba era largarme. Me pareció hasta simpática, y era como si por los poros de la piel soltara calidez en vez de sudor; era una de esas personas con las que te gustaría encontrarte siempre, de esas que constantemente llevan una expresión alegre y optimista.
-¿Vais a visitar la catedral? En Marzo creo que estuvo Paulo Coelho… – informó la joven. Luego, la muchacha dijo adiós amistosamente.
Me tranquilizó un poco pensar que no era la única que parlamentaba con ese trotamundos de barba canosa. La idea de entrar en la catedral se me hacía apetitosa, aunque por otro lado tenía prisa por llegar al final de la calle donde tenía mal aparcado el coche.
El indigente miraba la fachada. Se quedó un buen rato observando el reloj de encima del pórtico. Los dos sin hablar siquiera, no movíamos ni una pestaña; sólo una ligera brisa sacudía suavemente mi pálida tez. Me abrigué sinuosa en mi cazadora.
-La de cosas que hice por aquí hace algo más de un par de décadas… Fue una noche de pánico en la que todos los habitantes del Casco Viejo corrieron a refugiarse a esta catedral; todo era muy confuso, pero el peligro era inminente. Incendios, deflagraciones… Nadie sabía. Todos corrían desconcertados… -, contó el hombre.
Repasé en mi mente los acontecimientos sucedidos en mi ciudad en ese tiempo, y no hallé ningún conflicto propio de lo que él estaba contando, sin embargo como las dos décadas lindaban con lo que era mi edad, le concedí el beneficio de la duda, y seguí escuchando.
-Siempre había sido además de una iglesia, una fortaleza, y allí la gente siempre se ha sentido segura detrás de sus muros góticos. Miraban a las escenas que representaban el Juicio Final como si temieran que la fecha hubiera llegado; yo estaba en el altar de la capilla de la Esclavitud observando todo. Hay una Magdalena en la Sacristía -.
-En el siglo XIX hubo en la catedral un incendio, pero de hace veinte años, no sé nada -.
-¡Me encantan las vidrieras, Pilarica! Son fantásticas -.
-¡Menudo cambio de tema! Le vi como se sacaba algo del bolsillo: era una imitación de porcelana de la Virgen del Pilar, y había conseguido unas cuantas en Teruel. Me regaló la pequeña muñeca.
-¿Ves? Siempre llevo una imagen tuya junto al corazón… -, manifestó.
En realidad no sabía si lo que me estaba diciendo debía halagarme o debía escandalizarme, aunque de cualquier forma, le agradecí el presente. Después me pidió algo suelto para tomarse un zumo. Si toda aquella persecución, y esas historias tan logradas habían sido para que le diera algún eurillo, se lo había ganado de sobra; le di un poco de dinero, y me despedí bajando hacia mi auto.
-¡Pilar! -, me llamó. Me giré en el acto.
-Diga usted -. -¿Puedes darme tu teléfono? -.
-Las Vírgenes y las que no tenemos suficiente fe, no tenemos teléfono -, sentencié.
Continué calle abajo. Me reí, a la vez que miraba con afecto la Virgencita de porcelana. Recordaría siempre que bajaba por la Florida o pasaba por la calle, a ese supuesto Cristo que transitaba sólo por Vitoria.
Pilar Ana Tolosana Artola