‘Hombre lento’
Microrrelato de J. M. Coetzee
El impacto le alcanza por la derecha, brusco y sorprendente y doloroso, como una descarga eléctrica, y le hace salir disparado de la bicicleta. «¡Tranquilo!», se dice a sí mismo mientras vuela por los aires (¡vuela por los aires sin ninguna dificultad!) y, en efecto, nota que los miembros se le relajan obedientemente. «Como un gato —se dice a sí mismo—: rueda por el suelo y luego ponte de pie de un salto, listo para lo que pase a continuación.» La palabra «raudo», poco habitual, también asoma en el horizonte. Sin embargo, no es así como van las cosas. Ya sea porque las piernas no le obedecen o porque está momentáneamente aturdido (no siente tanto como oye el impacto de su cráneo contra el asfalto, lejano, con un sonido como de madera, como un golpe propinado con un mazo), no solo no se pone en pie de un salto, sino que, al contrario, sigue resbalando metro tras metro, más y más, hasta que el deslizamiento lo acaba arrullando.
Se queda tendido en el suelo, en paz. Hace una mañana espléndida. La caricia del sol es agradable. Hay cosas peores que relajarse por completo y esperar a recuperar las energías. De hecho, puede que haya cosas peores que echarse un sueñecito. Cierra los ojos. El mundo se inclina bajo él y da vueltas. Pierde el conocimiento.
En una sola ocasión lo recobra brevemente. El cuerpo que había volado con tanta ligereza por los aires ahora se ha vuelto pesado, tanto que por mucho que lo intente no puede mover ni un dedo. Y hay alguien inclinado sobre él, quitándole el aire, un joven con el pelo crespo y granos en el nacimiento del cabello. «Mi bicicleta», le dice al chico, pronunciando la difícil palabra sílaba a sílaba. Quiere preguntarle qué le ha pasado a su bicicleta, si alguien se ha hecho cargo de ella, ya que todo el mundo sabe que las bicicletas pueden desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Pero antes de que esas palabras salgan de sus labios vuelve a perder el sentido.