La simpatía de Dios Autor: – «Ocurrió que mandaron a un diácono a echar una mano en cierta parroquia por unos días. A pesar del despiste general durante la primera semana, no pudo menos que observar que un viejecito sentado en uno de los últimos bancos de la iglesia, con una botella de ginebra en una mano y una hamburguesa en la otra. Se acercó al hombre, le preguntó si no había otro sitio más adecuado para tales menesteres y le pidió el favor que abandonase el lugar. No hubo la menor reacción.
Ni se movió de donde estaba ni olvidó su comida. Bastante enfadado el diácono se dirigió al despacho parroquial para informar a su superior. El sacerdote sonrió y le dijo: -«Bah, es David. Tenía un fantástico empleo, una familia extraordinaria y un futuro brillante hasta que un automóvil le atropelló. Salió con vida, pero perdió la memoria y desde entonces no sabe quién es ni reconoce a nadie; ni siquiera a sus familiares.
Durante el día pasa el tiempo en la iglesia.» Ante semejantes palabras el diácono cambió de actitud hacia el viejecito y hasta le cayó simpático. Le veía a veces abrir los brazos en cruz en medio de la iglesia y repetir algunas palabras que jamás pudo entender. El último día de su estancia en la parroquia el diácono quiso despedirse de él. Se le acercó, se arrodilló a su lado y, casi sin darse cuenta, le dijo: «Adiós, David. Pronto voy a ser ordenado.
Dame un consejo. ¿Qué debería ser el sacerdote?» Por primera vez David le miró a los ojos y, sin pensarlo dos veces, respondió: «La simpatía de Dios». «¿Simpatía de Dios?». Jamás había oído semejante definición del sacerdocio