Cuando el rey Carlos II de Inglaterra tuvo una leve trombosis cerebral en 1685, fueron convocados a los aposentos reales las más brillantes mentes médicas de la época. Antes de todo, con el fin de limpiar el organismo el rey de cualquier veneno, le sacaron un litro de sangre. Después, le desecaron aún más a base de eméticos y lavativas. A lo largo de los días siguientes, ordenaron afeitarle el cráneo y se lo chamuscaron con hierros calientes.
Le atiborraron de rapé por la nariz para que expulsara al estornudar las pocas gotas de líquido que le quedaban. No contentos con esto, le recubrieron todo el cuerpo con emplastos calientes de yeso, que le arrancaron luego cuando estaban secos; para entonces, no hay duda de que el pobre Carlos estaba demasiado débil como para gritar.
El monarca iba hundiéndose rápidamente. Pero los médicos estaban a la altura de la situación. Eran gigantes de su profesión. Perforaron unos orificios en la cabeza del rey, para sacar fuera los malos humores, además le sacarle de nuevo mediante sangrías repetidas varias cuartillas de sangre. No hubo manera, todo fue inútil. Cinco días después de comenzar el tratamiento, el rey exhaló su último suspiro, no sin antes agradecer efusivamente a los médicos los heroicos esfuerzos que habían hecho para salvarle.
G. Weingarten, 2000.