¿DÓNDE ESTABA DIOS EL 11-M?
José Ramón Ayllón
Elie Wiesel, el periodista que acuñó el termino Holocausto, tenía doce años cuando llegó una noche, en un vagón de ganado, al campo de exterminio de Auschwitz.
Entonces vio un foso del que subían llamas gigantescas.
Un camión se acercó al foso y descargó su carga: (eran niños! Wiesel vivió para contarlo y decirnos que jamás olvidaría esa primera noche en el campo, que hizo de su vida una larga noche bajo siete vueltas de llave.
Que jamás olvidaría esa humareda y las caras de los niños que vio convertirse en humo.
Que jamás olvidaría esos instantes que asesinaron a su Dios en su alma, y que dieron a sus sueños el rostro del desierto.
Que jamás olvidaría ese silencio nocturno que le quitó para siempre las ganas de vivir.
Yo estaba en Madrid el 11-M, el día en que un múltiple atentado reventaba varios vagones de tren, mataba a doscientas personas y hería a más de mil.
Me acordé de Wiesel. ¿Dónde estaba Dios?
Sé que no es una pregunta original, pues el ser humano la lleva formulando desde que apareció sobre la Tierra y comprobó que su vida es siempre dramática. Pero es una pregunta obligada. La respuesta, en cambio, no lo es.
Aunque la existencia del dolor –en concreto el sufrimiento de los inocentes- es el gran argumento del ateísmo, la humanidad ha creído de forma muy mayoritaria en Dios.
En cualquier caso, si Dios existe, ¿por qué permite el mal? Sin resolver el misterio de esta cuestión, una respuesta clásica dice que Dios puede no crear seres libres, pero si los crea no puede impedir que hagan el mal: ha de respetar las reglas que Él mismo ha puesto.
Otra de las respuestas tradicionales afirma que, aunque el mal no es querido por Dios, no escapa a su providencia: es conocido, dirigido y ordenado por Él a algún fin.
En este sentido, el psiquiatra
Sigue…
Viktor Frankl se preguntaba si un chimpancé, al que se ha inyectado una y otra vez para producir la vacuna de la poliomelitis –del SIDA, diríamos hoy-, sería capaz de entender el significado de su sufrimiento. ¿Y no es concebible -concluye- que exista otra dimensión, un mundo más allá del mundo del hombre, un mundo en el que la pregunta sobre el significado último del sufrimiento humano obtenga respuesta? Lo cierto es que, si Dios es bueno y todopoderoso, Él aparece como último responsable del triunfo del mal, al menos por no impedirlo. Y, entonces, la historia humana se convierte en el juicio a Dios. Hay épocas en las que la opinión pública sienta a Dios en el banquillo. Ya sucedió en el siglo de Voltaire. Y sucede en nuestros días.
Cuando el periodista Vittorio Messori interpela sobre este punto al obispo de Roma, la respuesta del Pontífice, sin suprimir el misterio de la cuestión, es de una radicalidad proporcionada a la magnitud del problema: el Dios bíblico entregó a su Hijo a la muerte en la cruz. ¿Podía justificarse de otro modo ante la sufriente historia humana? ¿No es una prueba de solidaridad con el hombre que sufre? El hecho de que Cristo haya permanecido clavado en la cruz hasta el final, el hecho de que sobre la cruz haya podido decir, como todos los que sufren, «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado», ha quedado en la historia del hombre como el argumento más fuerte. «Si no hubiera existido esa agonía en la cruz -concluye Juan Pablo II-, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar».
¡No está lloviendo, está llorando!, repetían los dos millones de manifestantes que el viernes 12 paseaban su indignación y su tristeza por las calles de Madrid. Tenían razón: el cielo lloraba, una vez más, la barbarie de esta «especie de los abismos». Pero la última palabra no la tiene el zarpazo del mal, ni el pelotón de psicólogos bienintencionados que no pueden devolver la vida a los muertos. «Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso», prometió Jesucristo a un moribundo torturado en una cruz. Si todos hemos querido ser madrileños con las víctimas del salvaje atentado, pienso que Cristo en la cruz es, estos días, más madrileño que ninguno. Y me parece que preguntarse dónde estaba Dios el 11-M solo tiene una respuesta con sentido: Dios estaba clavado en una cruz, precisamente por la barbaridad del 11-M y por todas las barbaridades de la historia humana. Si no fuera así, la Semana Santa sevillana -por poner un ejemplo muy querido y muy nuestro- sería mero folclore. O, con palabras duras de Shakespeare, un cuento que nada significa, representado por una panda de idiotas. Kant pensaba que Dios existe porque estamos hechos para la justicia. El absurdo que supone, tantas veces, el triunfo insoportable de la injusticia, está pidiendo un Juez Supremo que tenga la última palabra.
Sócrates resumió ese argumento en una frase afortunada: «Si la muerte acaba con todo, sería ventajoso para los malos».
Kant, que no se caracterizaba por su fervor religioso y sí por su razón muy despierta, también pensaba que no es incompatible el sufrimiento humano con la infinita bondad y omnipotencia de Dios. Con las imágenes madrileñas aún en la retina, estas plabras nos pueden parecer escandalosas. Pero Kant nos diría, entonces, que un Dios infinitamente poderoso y bueno bien podría compensar infinitamente cualquier tragedia humana con un eternidad feliz.
San Agustín pone ese mismo argumento en boca de un muerto que ha sumido en el desconsuelo a sus seres queridos. Imaginemos que son palabras de un niño a su madre: «No llores si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que te espera en el Cielo! ¡Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si por un instante pudieras contemplar, como yo, la Belleza ante la que palidecen las bellezas! ¿Me has amado en el país de las sombras y no te resignas a verme en el de las realidades eternas? Créeme: cuando llegue el día que Dios haya fijado para que vengas a este Cielo donde yo te precedo, volverás a ver a quien siempre te ama, y encontrarás mi corazón con todas las ternuras purificadas. Me encontrarás transfigurado, feliz, no esperando la muerte, sino avanzando contigo por los senderos de la luz. Por tanto, enjuga tus lágrimas y no llores si me amas».