Nació en Ahualulco, Jalisco, el 28 de septiembre de 1899. Fue el quinto de once hermanos. Recibió el bautismo el 17 de octubre de ese año, imponiéndole el nombre de Jorge Ramón, aunque durante su vida utilizó sólo el primero. Siendo niño, su familia se trasladó a Guadalajara. Como muchos jóvenes católicos en México, Jorge participó de los anhelos y de las inquietudes de quienes sufrían el flagelo de la persecución religiosa; ejemplos en su familia no faltaban, en especial el de su íntegra y piadosa madre.
Durante la persecución religiosa, en 1926, siendo Jorge empleado de la Compañía hidroeléctrica, su hogar sirvió de refugio a muchos sacerdotes perseguidos, entre otros, el padre Lino Aguirre, quien sería luego obispo de Culiacán, Sinaloa, de quien Jorge fue custodio y compañero de correrías. A finales de marzo de 1927, los Vargas González recibieron en su hogar al proscrito líder Anacleto González Flores, columna de la resistencia católica de Jalisco y sus alrededores; la familia conocía de sobra lo que podía costar su acción.
En ese lugar los sorprendió la celada del 1 de abril. Todos, hombres, mujeres y niños, entre vejaciones y sobresaltos, fueron aprehendidos por el jefe de la policía de Guadalajara. Un mismo calabozo sirvió para alojar a tres de los Vargas González: Florentino, Jorge y Ramón; su crimen, haber alojado a un católico perseguido.
Horas después encerraron en una celda contigua a Luis Padilla Gómez y a Anacleto González Flores. Se lamentó luego de no poder recibir la Comunión, siendo ese día viernes primero, pero su hermano Ramón le reconvino: «No temas, si morimos, nuestra sangre lavará nuestras culpas». La entereza de ánimo de los hermanos se mantuvo, charlando con desenfado antes de ser ejecutados. Por una orden de último momento, uno de los tres hermanos, Florentino, fue separado del resto.
Antecedió a la muerte de Jorge algún tipo de tormento, pues su cadáver presentó un hombro dislocado, contusiones y huellas de dolor en el semblante; lo cierto es que llegada la hora, con un crucifijo en la mano, y esta junto al pecho, el siervo de Dios recibió la descarga del batallón, que ejecutó la sentencia. Durante el sepelio, cuando la madre de las víctimas estrechó en sus brazos a Florentino, le dijo: «¡Ay, hijo! ¡Qué cerca estuvo de ti la corona del martirio!; debes ser más bueno para merecerla»; el padre, por su parte, al enterarse cómo y por qué murieron, exclamó: «Ahora sé que no es el pésame lo que deben darme, sino felicitarme porque tengo la dicha de tener dos hijos mártires».