“La fe nos asegura que Dios escucha nuestra oración y nos ayuda en el momento oportuno, aunque la experiencia diaria parezca desmentir esta certeza. En efecto, ante ciertos hechos de crónica, o ante tantas dificultades diarias de la vida, de las que los periódicos ni siquiera hablan, surge espontáneamente en el corazón la súplica del antiguo profeta: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que tú me escuches, clamaré a ti: «¡Violencia!» sin que tú me salves?» (Ha 1, 2).
La respuesta a esta apremiante invocación es una sola: Dios no puede cambiar las cosas sin nuestra conversión, y nuestra verdadera conversión comienza con el «grito» del alma, que implora perdón y salvación. Por tanto, la oración cristiana no es expresión de fatalismo o de inercia; más bien, es lo opuesto a la evasión de la realidad, al intimismo consolador: es fuerza de esperanza, expresión máxima de la fe en el poder de Dios, que es Amor y no nos abandona”.