La niña caprichosa lo obtenía todo a base de lloros y de pucheros.
Los padres lo notaron (vaya que si lo notaron) y decidieron acabar con los berrinches. Castiguémosle con el látigo de nuestra indiferencia, decidieron. Y la chantajeadora, en la siguiente ocasión en que vio su «derecho» pisoteado, comenzó a berrear desaforada. Los padres hicieron oídos sordos, con lo que ésta pensó que no había llorado lo suficientemente fuerte. Lloró más ansiosa, más tiempo, con mayor volumen. Al cabo de una hora, la llorona se percató de que había un complot.
-¿Qué, cari, ya no lloras? – preguntaron los papás, divertidos.
Ofendida, comentó con despecho de mujercita:
– ¿Qué creéis? ¿que llorar no cansaaaa?