Mi viaje a Oia fue como adentrarme en una postal. Desde que puse un pie en Santorini, supe que me esperaba algo especial. Tras aterrizar, tomé un coche hacia Oia, y mientras avanzaba por las carreteras, las vistas del mar Egeo se desplegaban a lo lejos, un azul profundo que parecía infinito. Los acantilados abruptos caían hacia el mar, y las pequeñas casas blancas con sus cúpulas azules comenzaban a aparecer en el horizonte.
Al llegar a Oia, me recibió una brisa suave y el característico aroma del aire salino mezclado con el sol. Las callejuelas estrechas y empedradas me guiaban entre boutiques artesanales y cafés acogedores. Me detuve en más de una ocasión solo para contemplar el paisaje: el contraste entre las paredes blancas y el cielo azul era simplemente perfecto.
Uno de los momentos más especiales fue caminar hasta el puerto de Ammoudi. Descendí por las empinadas escaleras, sintiendo cómo el pueblo quedaba atrás y el sonido del agua se volvía más fuerte. El puerto, pequeño y pintoresco, con sus tabernas junto al mar. La sencillez de todo el entorno me hizo sentir en paz, como si estuviera en un rincón del mundo donde el tiempo se mueve más despacio.
Las tardes en Oia tienen un encanto propio, pero lo más increíble fue presenciar el famoso atardecer. Me situé en uno de los puntos más altos del pueblo y esperé junto a muchos otros viajeros, todos expectantes. Lentamente, el sol comenzó a descender, pintando el cielo de tonos naranjas, rosados y violetas que se reflejaban en el mar. En ese momento, todo el bullicio del día desapareció, y solo quedó la quietud y la belleza natural del lugar.
Durante las noches, Oia se transformaba. Las luces cálidas de las casas iluminaban suavemente el pueblo, creando un ambiente íntimo y relajado. Me perdí en sus calles, disfrutando del eco de mis pasos sobre el empedrado y la tranquilidad que lo envolvía todo. Cené en una pequeña taberna, degustando una mousaká que fue el broche perfecto para un día lleno de sensaciones inolvidables.
Mi tiempo en Oia fue breve, pero cada instante estuvo lleno de magia. Es un lugar que parece haber sido creado para la contemplación, donde la belleza natural y la arquitectura se mezclan de manera armoniosa. Sin duda, es uno de esos rincones del mundo que dejan una marca profunda.