El abuelo se había hecho muy viejo.
Sus piernas flaqueaban, veía y oía cada vez menos, babeaba y tenía
serias dificultades para tragar. En una ocasión -prosigue la escena de
aquella novela de Tolstoi- cuando su hijo y su nuera le servían la
cena, al abuelo se le cayó el plato y se hizo añicos en el suelo. La
nuera comenzó a quejarse de la torpeza de su suegro, diciendo que lo
rompía todo, y que a partir de aquel día le darían de comer en una
palangana de plástico. El anciano suspiraba asustado, sin atreverse a
decir nada.
Sus piernas flaqueaban, veía y oía cada vez menos, babeaba y tenía
serias dificultades para tragar. En una ocasión -prosigue la escena de
aquella novela de Tolstoi- cuando su hijo y su nuera le servían la
cena, al abuelo se le cayó el plato y se hizo añicos en el suelo. La
nuera comenzó a quejarse de la torpeza de su suegro, diciendo que lo
rompía todo, y que a partir de aquel día le darían de comer en una
palangana de plástico. El anciano suspiraba asustado, sin atreverse a
decir nada.
Un rato después, vieron al hijo pequeño manipulando
en el armario. Movido por la curiosidad, su padre le preguntó: «¿Qué
haces, hijo?» El chico, sin levantar la cabeza, repuso: «Estoy
preparando una palangana para daros de comer a mamá y a ti cuando seáis
viejos.» El marido y su esposa se miraron y se sintieron tan
avergonzados que empezaron a llorar. Pidieron perdón al abuelo y a su
hijo, y las cosas cambiaron radicalmente a partir de aquel día. Su hijo
pequeño les había dado una severa lección de sensibilidad y de buen
corazón.