Como bien decía Jorge Guillén: «Todo nos obliga a ser el centro de nuestro propio equilibrio». Por supuesto el equilibrio interior, pero también el equilibrio exterior, que debe estar al servicio del primero. Ser el centro de nuestro propio equilibrio significa:
Saber elegir ser amable antes que tener razón. Mantener la calma ante los inmaduros y fanáticos y permitirles que se les indigeste su propia verdad cuando no admiten opiniones contrarias. No pretender jamás imposibles intentando contentar o convencer a quien de ninguna manera se va a contentar o convencer.
Buscar la paz y el equilibrio interior en el marco incomparable de tu alma y de la madre naturaleza. Acostumbrar tus ojos y tu fina sensibilidad a sentir viva y fresca la belleza en toda su pureza, mientras contemplas los pétalos de una rosa temblorosa entre tus manos o escuchas el bello trinar del ruiseñor o del jilguero.
Decía Jean Piaget que «el equilibrio es sinónimo de actividad y que la tendencia más profunda de toda actividad humana es la consecución del equilibrio». Tengo para mí que el gran psicólogo suizo consideraba el equilibrio, en buena medida, como una cualidad fundamental en el ser humano, con el mismo peso específico que la madurez mental y emocional, el sentido común o la misma felicidad. Piaget no habla de un equilibrio estático, de inactividad, pasividad o quietud, sino de un equilibrio dinámico, vital, activo, creador y que forma parte de nuestro cotidiano vivir.