(sinceridad en la oración)
Rara es la ocasión en la que nos ponemos en su presencia –más rara aún delante del Sagrario, donde nos espera desde hace veinte siglos- para preguntarle qué quiere que hagamos con la vida que Él nos ha dado. Pero aun en estos casos, resulta habitual que vayamos a la oración con una respuesta “prefabricada”: a nuestro gusto. Pero Dios no suele hablarnos como en la historia precedente: sino de forma suave, delicada, en el fondo de nuestra conciencia. Y para escucharlo hay que estar atento: con los sentidos externos –el oído, la vista…- recogidos, y con los sentidos internos –la imaginación: esa “loca de la casa” que decía Santa Teresa- más recogidos aún. Si vamos con la respuesta “apañada” por nosotros, sólo conseguiremos descubrir y hacer nuestra santa voluntad… de Dios (y engañarnos).
Lógicamente, en la medida en que nuestro corazón se encuentre libre de ataduras –apegamientos a cosas materiales, pensamientos que giran en torno a nosotros (qué piensan de mí, qué impresión he causado, etc.), sensualidad a flor de piel-, estaremos en mejores condiciones de escuchar a Dios y de verlo en medio de las actividades más corrientes: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”.