Padre… ¿Me puede confesar?
San Leopoldo Mandic, un «fracasado», no podía hablar bien, frágil como un pajarito, «sólo» sabía hacer algo bien: dedicar horas y horas a confesar para llevar a miles la misericordia y el perdón de Dios.
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Hay santos que desconciertan. Será que esperamos encontrar en el catálogo de los canonizados a super-hombres, lumbreras o seres extraordinarios: autores de obras teológicas y místicas, fundadores de Ordenes famosas, hombres en frecuentes estados de éxtasis o haciendo tres milagros promedio por semana y, cuando no, aclamados por multitudes. Lo admirable es comprobar que eso es más bien lo excepcional, y que muchos de ellos no sólo están lejos de esa falsa imagen sino que han sido, según los pobres criterios humanos, “poca cosa”, personas de «poca valía».
Un hombre «fracasado»
Basta para ello asomarnos a la vida de este sacerdote por ahora casi desconocido, canonizado hace pocos años. No dejó obras literarias ni fundó obras sociales que lleven su nombre, ni deslumbró por su aspecto o cultura, sino por una cualidad que le hizo lucirse, sin darse casi cuenta, de modo excepcional.
Leopoldo Mandic, el penúltimo de una familia de doce hijos, había nacido en 1866 en Castelnovo o Hérzeg (Croacia, Yugoslavia), una ciudad frente al Mar Adriático, lugar de suave clima y estupendas playas. A los 16 años entró al noviciado capuchino de Udine (Italia). Al verle llegar, sus compañeros no pudieron contener cuchicheos y sonrisitas ante aquél jovencito desgarbado, tímido, torpe en el hablar y en el andar, que movía a compasión y ternura mientras caminaba arrastrando sus pies con unas mal acomodadas sandalias. Se preguntaban los maestros cuántos meses podría soportar su cuerpecito los rigores y austeridades del convento. Pero Leopoldo los sorprendió a todos: era estudioso, listo, disciplinado, piadoso. Nueve años más tarde, en 1890 terminó los estudios y recibió la ordenación sacerdotal. Ahora sí…, pensaría, ya llegó el momento de empezar a poner en práctica tantos sueños alimentados desde niño para el sacerdocio. Pero su vida tenía pocas emociones. No pasaba nada, ni figuraron grandes acontecimientos; algún traslado de un convento a otro como es habitual en la vida de los frailes, y nada más. Como en su tierra natal había diversidad de cristianos separados de la Iglesia Católica, Leopoldo ansiaba dedicar su vida a las misiones y, decidido, aprendió bien los idiomas esloveno, serbio y griego para volver allí y trabajar por la unión de las Iglesias. Pero tampoco. Es hombre enfermizo y de débil complexión física que le impiden aquella aventura. Entonces me dedicaré —pensaría— a predicar incansablemente… Pero ni eso. Un defecto de pronunciación o cierta dislexia le hacía muy difícil hacerse entender y sus sermones no eran comprendidos casi por nadie.
Todas sus ilusiones se vinieran abajo, una por una…. Es que, francamente, el padre Leopoldo no podía hacer muchas cosas…. Aunque era un gigante por dentro, medía poco más de metro y medio de estatura y sufrió un catálogo completo de enfermedades: veía mal, la artritis le amenazó todos sus miembros; hubo de someterse más tarde a que le extrajeran todos los dientes. El estómago le causaba tales dolores que no le dejaban reposo. Comía poquísimo y tenía digestiones difíciles. La fiebre no le dejaba casi nunca y en sus últimos años un cáncer acabó con su estómago. En realidad para el padre Leopoldo todo eran penalidades. Con trabajos pudo aprender bien el italiano viviendo en Italia; pero —eso así— aprendió otro lenguaje que sólo enseña Dios, una sabiduría preciadísima: conocía el idioma de las almas para hablarles al fondo del corazón.
«Al que nace para tamal, del Cielo le caen las hojas»
El dicho popular es mexicano: quien tiene vocación para algo, acaba teniendo las dotes necesarias. Leopoldo era muy listo. Entendía bien que detrás de esos aparentes fracasos humanos, Dios le tenía preparados otros éxitos, le quería sobre todo para la ardua tarea del confesonario, especialmente en Padua donde vivió gran parte de su vida. La gente no salía de su asombro: ¿qué tiene este hombrecillo que atrae como un imán a todas las gentes, si apenas sabe hablar y sin embargo transforma a los que le oyen? Le buscan por su candor y su paciencia, está entregado por completo a Dios, lleno de comprensión, dando esperanza a todos los que se le acercan. A base de esfuerzo y correspondencia a las gracias que Dios le daba, mejoró sus modos, y le creció enorme el corazón. Leopoldo se convirtió en el «apóstol de la Confesión», en el sacerdote dedicado, paciente y feliz, a esta valiosísima tarea —para la que hay tan pocos— de ofrecer el perdón de Dios, en el Sacramento de la Reconciliación, a decenas de miles de personas. Lo único que le impidió trabajar sin parar hasta el día anterior a su muerte, fue un ataque cerebral que le sorprendió antes de celebrar la Santa Misa y que marcó el final de 52 años de su vida transcurridos en el oscuro silencio de un confesonario estrecho, de sillón duro y, por cierto, bastante incómodo.
Era hombre acomedido y paciente, que atiende a quien le busca en cualquier momento, también cuando está a comenzando a desayunar o está a punto de acostarse. Miles y miles de veces se habría dado este sencillo diálogo:
—Oiga padre…, ¿me puede confesar?
—Por supuesto, hijo.
Y don Leopoldo, viejecito, cada año con más canas y más encorvado, tomaba su bastón y se dirigía paso a pasito al confesonario o a su celda para oír a sus penitentes. No era padresito regañón, que frunce las cejas cuando no oye la voz tan bajita y apenada del pecador —que a veces está colorado de vergüenza—; ni tiene prisa por acabar y despacharlo antes de que termine de hablar. A las señoras…. —¡Dios mío…, cuánto se tardan!— hay que darles también su tiempo, lo mismo que a aquél otro señor que siempre me dice lo mismo y debo explicarle por sexta vez cómo confesarse mejor…. Es que Don Leopoldo no sólo es juez: es médico de las almas, maestro, pero, sobre todo, padre: el padre que mira a los penitentes con ojos muy vivos —llenos de verdadero interés, que dan confianza— y sonríe de tal modo que facilita la acusación de los pecados, sean chicos, grandes o gordotes. Ya no le asusta oír barbaridad y media. Tiene el don de infundir esperanza ante las situaciones de sufrimiento y problemas que le plantean. Y por si fuera poco, qué ganas dan de volver con él otro día, porque, con todo, deja unas penitencias sencillas y fáciles de cumplir. Uno de tantos que se confesó con él declaraba: Le conocí por primera y única vez en 1936. Agobiado por múltiples problemas y, habiendo oído que era un verdadero santo, acudí a sus pies. No estuve con él más de diez minutos, pero salí de allí tan confortado y con una fe tan inconmovible que aún conservo hasta el día de hoy .
«En verdad, soy una calamidad…»
Se cumplieron de nuevo en su vida las palabras y el ejemplo de Jesucristo: Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas… (Juan X, 11). El padre Leopoldo siempre estaba allí dando la suya, disponible, prudente, modesto; era maestro respetuoso, consejero espiritual y comprensivo. En una palabra, era «el confesor», como le conocían sus penitentes y hermanos. Solo sabía confesar. Y no es poco. Es en la Iglesia Católica una de las tareas más importantes y también más necesarias en nuestro tiempo: mostrar continuamente el amor y la misericordia de Dios que perdona y devuelve la vida a los que están muertos por el pecado, que es la raíz última de todos los problemas que anidan en el corazón del hombre y, por tanto, también de todos los males que aquejan al mundo entero.
Y justamente aquí reside la grandeza del padre Leopoldo: saber desaparecer para ceder el puesto a Dios, al verdadero pastor de las almas. Su grandeza consistió no en algo externo o brillante sino en inmolarse y entregarse día a día, sin pausa. Y si alguien, asombrado de cómo podía resistir una vida así, le decía: —Padre, se está usted excediendo en su trabajo, descanse un poco… —¡¡El confesonario es mi vida!!, respondía. Seré misionero aquí en la obediencia y en el ejercicio de mi ministerio
¿De dónde sacaba fuerzas para sostenerse? Apenas comía y dormía. Decía de sí mismo, en broma, que era tan pequeño su cuerpo que le bastaba lo que a los pájaros para alimentarse y descansar… Es que estaba en continua oración, hablando siempre con Dios, en una atmósfera sobrenatural pero también tocando tierra, haciendo un incalculable bien. Y, además, se tomaba poco en serio a sí mismo por sus limitaciones, convencido de que no valía gran cosa. No le importaba lo más mínimo: —En verdad, soy una calamidad. Soy una figura verdaderamente ridícula… Sobre esta pobreza de vida sin ninguna importancia exterior, Dios alumbró una nueva grandeza, muchas veces desconocida o despreciada: la fidelidad heroica a Cristo, en silencio, sin moverse mucho, pero amando como nadie, desvivido por los demás sin pensar en sus derechos. San Leopoldo entendió muy bien que el mundo no puede existir sin el amor de Dios y que la reconciliación y la penitencia son fruto de ese amor que procede de Dios.
Ser paño de lágrimas para los demás
Estamos acostumbrados a oír que los valores más importante de la vida son el éxito, la autorrealización, el ganar dinero o prestigio, tener relumbrón, salir en el periódico o que hablen bien de nosotros. Con ese criterio, entonces la vida de Leopoldo es una pérdida de tiempo. ¿A quién y para qué sirvió su vida? Habría que responder que, por su trabajo y sacrificada dedicación, se donó a miles y miles de hermanos y hermanas que habían perdido a Dios, o el amor o la esperanza; pobres seres humanos necesitados de algo más, y que acudieron un día a él pidiendo perdón, consuelo, paz y serenidad. A estos pobres dio la vida San Leopoldo, porque no son sólo pobres los que viven sin recursos económicos: también los son —y abundan más— los que se han separado del Creador, de su esposa, de sus hijos y de sus hermanos por sus yerros y faltas.
San Leopoldo no es un santo anticuado de otras épocas o a lo sumo para principios de este siglo. Fue canonizado el 16 de octubre de 1983, y ese día el Papa se refería a él diciendo: La Iglesia al ponernos hoy ante los ojos la figura de su humilde siervo San Leopoldo que fue guía para muchas almas quiere señalarnos las manos que se levantan (…) en la oración y se levantan en el acto de la absolución de los pecados, absolución que llega siempre al amor que es Dios… ¿Qué nos dicen las manos de San Leopoldo siervo humilde del confesonario? Nos dicen que jamás puede cansarse la Iglesia de dar testimonio de Dios, que es amor. También sobre nuestra difícil época en que el hombre aparece amenazado no sólo por la autodestrucción y la muerte nuclear, sino además por la muerte espiritual.
Hay que estar en un escalón más arriba
Recuerdo haber oído alguna vez este sabio refrán: Si el sacerdote es santo, su pueblo será fervoroso; si es fervoroso, su pueblo será piadoso; si es piadoso, su pueblo será honrado; si es honrado, su pueblo será impío.
El sacerdote es hombre como todos, pero debe esforzarse por ser más virtuoso y sacrificado. Si ha de ser servidor de una comunidad, ha de estar en un escalón más arriba, pero no en honores sino en abnegación gustosa para dedicarse también —aunque tenga mil ocupaciones— a este ministerio del Sacramento la Reconciliación que tiene un lugar primordial, y que se descuida cada vez más. Si atiende mejor a los fieles que se lo pidan, irá comprobando cómo ellos se transforman poco a poco.
Bien lo decía un anciano y experimentado sacerdote: cuando en la parroquia aumentan las personas que se confiesan, disminuyen los asaltos en las calles aledañas, hay menos borrachitos, disminuyen los abortos, los divorcios, el consumo de drogas, los jóvenes desorientados, los hijos abandonados y todos los vicios, sobre todo la corrupción. Y con el tiempo comienzan a verse matrimonios más unidos y hombres más responsables que trabajan todos los días, que no se toman el San Lunes ni se gastan el salario con los amigotes. Sus hijos hacen las tareas, se van haciendo más obedientes y no se pegan a la televisión toda la tarde. Los ciudadanos pagan a tiempo sus impuestos y votan el día de las elecciones. Y más tarde, se va renovando el entorno, se llevan mejor los noviazgos y duran más los matrimonios …. y da hasta para que surjan muchas vocaciones para el sacerdocio y la vida religiosa. Es que la razón de todo es siempre la misma. El mal que vemos a nuestro alrededor, tantas penas y sufrimientos, no son más que reflejo del mal que anida en lo más profundo de cada quien, sólo que multiplicado por los más de 90 millones de habitantes de este país.
Pero al que quiera azul celeste, que le cueste. Dedicarse a confesar de modo habitual, es cansando, no es tarea fácil. Hay que tener buena espalda y aprender a oír mucho y hablar sólo lo necesario. Habría que preguntárselo a San Leopoldo…. Juan Pablo II decía una vez a los sacerdotes: Sí, conozco vuestra dificultades; tenéis que cumplir muchas tareas pastorales y os falta siempre tiempo. Pero cada cristiano tiene un derecho, sí, un derecho al encuentro personal con Cristo crucificado que perdona (…) Por todo esto os suplico: considerad siempre este ministerio de reconciliación en el sacramento de la penitencia como una de vuestras tareas más importantes[1]. Y en otra ocasión señalaba: oyendo las confesiones y perdonando los pecados estáis eficazmente edificando la Iglesia, derramando sobre ella el bálsamo que cura las heridas del pecado. Si ha de realizarse en la Iglesia una renovación del Sacramento de la Penitencia, será necesario que el sacerdote se dedique con gozo a este ministerio[2].
San Leopoldo —orgullo de su tierra natal, Croacia, de Italia y del mundo entero— lo vivió y entendió muy bien muchos años antes, porque lo tocó en carne propia. Acostumbraba definir su misión así: Ocultemos todo, aun lo que pueda parecer don de Dios; no sea que se manipule ¡Sólo a Dios honor y gloria! Si fuera posible, deberíamos pasar por la tierra como sombra que no deja rastro de sí .
San Leopoldo Mandic ha sido llamado El Santo de la Confesión del siglo XX.
[1] Alocución a sacerdotes en Zaire, 4 de mayo de 1980.
[2] Alocución a sacerdotes en España, 6 de noviembre de 1982.
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