Con su sangre pintó una cruz en el suelo Por Gabriel Marañón Baigorrí Francisco Pizarro fue uno de los grandes conquistadores españoles en tierras de América. Con su bizarría, valor e inteligencia conquistó el Perú para España y llevó a aquellas tierras la cultura y la civilización.
Continúa con la historia sobre la muerte de Francisco Pizarro, es más interesante saber cómo murió Pizarro que Michael Jackson
Francisco Pizarro, hombre ya mayor, vivía en Lima y tenía bastantes enemigos entre los españoles. Corría el año 1541, el último año de su vida. Los amigos fieles le advirtieron que sus enemigos intentaban asesinarle, y que estuviera dispuesto a defenderse en cualquier momento. El conquistador no podía creerlo. Llegó el domingo, 26 de Junio de 1541. Pizarro se levantó de la cama y se vistió para oír la santa Misa. Después pasó a desayunar con los amigos que estaban con él. Cuando de pronto entró en el comedor un leal caballero, y sin aliento, le dijo: «¡Armaos, que vienen a mataros!». La turba de asesinos se lanzaron dentro de la estancia espada en mano contra Pizarro y sus pocos amigos que le rodeaban. Estos pronto cayeron muertos. Sólo quedó Pizarro ante sus enemigos. Pero se defendió con bravura y destreza, llegando a matar el solo, en su propia defensa, a cinco de sus atacantes. Era increíble que aquel anciano de setenta años pudiera luchar con tan juvenil valor. Pero en un momento dado abrió la guardia y uno de sus enemigos aprovechó la ocasión y le lanzó una estocada al cuello, abriéndole una arteria. Empezó a arrojar abundante sangre. Cayó al suelo y allí le acribillaron de heridas. Ya moribundo, pronunció el dulce nombre de Jesús, y mojando su dedo en su propia sangre, pintó en el suelo una cruz y cuando intentaba besarla cayó muerto. Comprender el sacramento de la Unción de los Enfermos. Todos hemos de morir. Pero la Iglesia nos dice que no tengamos miedo a la muerte, que la vida cambia por otra mejor, que es el Cielo. La muerte para el justo es el encuentro gozoso con Cristo. Jesucristo no quiso dejarnos solos en el instante de la muerte. Nos dio el Sacramento de la Unción de los Enfermos. Este es un sacramento que nos aumenta la gracia, perdona los pecados veniales y aun los mortales si el enfermo está arrepentido y no ha podido confesarse. Le da fuerzas para resistir a las tentaciones en el momento de la muerte y concede la salud del cuerpo si le conviene. Jesús nos llama la atención indicándonos que estemos preparados: «Velad, pues, porque no sabéis cuándo llegará vuestro Señor.» (Mateo, 24.) El secreto de la escopeta. (De cómo se guardan los secretos de la confesión). Por Gabriel Marañón Baigorrí Sucedió en una pequeña aldea de Rusia. Maquinaba el sacristán de una parroquia cómo asesinar a un hombre sin que nadie sospechara de él. Después de mucho reflexionar, tuvo dispuesto su plan. Se dirigió a la habitación donde el párroco guardaba una escopeta y, con ella, de un solo disparo, mató al hombre que quería eliminar. Rápido, huyó para no ser descubierto. Se dirigió a la Iglesia y en ella, detrás del altar mayor, ocultó el fusil. Después fue donde el párroco y se confesó con él del crimen cometido. Se empezaron a hacer indagaciones para descubrir al criminal. Fueron también a la casa del párroco, la revisaron toda ella, luego miraron la Iglesia y detrás del altar encontraron el arma con señales de haber disparado. Interrogado el sacerdote, manifestó que él era inocente, pero nada dijo del autor del crimen. Este mantenía una aptitud indiferente y serena para no levantar sospechas. Los agentes acusaron al párroco de ser él el criminal. Y el tribunal le condenó a trabajos forzados a Siberia. Esta región de Rusia es extremadamente fría, con temperaturas bajísimas. Cerca de veinte años estuvo el párroco cumpliendo la condena de un delito que no había cometido. Pero él fue fiel a su deber. Tenía que guardar el secreto de confesión. Al sacristán le llegó la hora de morir. Hizo reunir a todos sus familiares y amigos, incluso al sacerdote de la parroquia que sustituyó al antiguo párroco, y personas principales de la aldea. Delante de todos, postrado en cama, declaró que él había sido el asesino y que por su culpa estaba en Siberia el párroco al que condenaron. Aquel desgraciado, arrepentido de lo que había hecho, pidió a los presentes que hicieran los trámites necesarios para traer de Siberia al párroco. Pocos momentos después moría, pidiendo perdón a Dios de lo que había hecho. Cuando llegó a Siberia la orden de poner en libertad al párroco, era ya tarde. Contestaron de allí que el párroco habla muerto ya. El pobre párroco, extenuado por las privaciones y sufrimientos propios del destierro, había muerto cumpliendo con su deber.