La fe de una madre
Curación instantánea de una hipertensión grave de origen vásculo-renal (17 de mayo de 1992)
Hay gracias que tienen un asombroso paralelismo con algunos de los milagros que nos relatan los Evangelios. La que nos disponemos a relatar en las siguientes líneas recuerda, desde algunos puntos de vista, aquella curación realizada por Jesús, a ruegos de un padre de familia, en la persona de un muchacho que padecía graves crisis convulsivas (Mc 9, 14-29).
Narra San Marcos que, después de la Transfiguración en el Tabor, Jesús bajó al llano y se encontró con sus discípulos y una abigarrada multitud, que trataban de prestar auxilio a un muchacho joven en un estado de crisis evidente. El Evangelio precisa que la enfermedad estaba causada por un espíritu maligno. Nada habían podido hacer los Apóstoles de Cristo, y el padre de la criatura se acercó a Jesús pidiéndole la gracia de la curación. Pero escuchemos el diálogo:
—¿Cuánto tiempo hace que le viene sucediendo esto?, preguntó el Señor.
Y el padre:
—Desde niño. Y muchas veces le ha arrojado al fuego y al agua para acabar con él; pero, si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros.
Le respondió Jesús:
—¡Qué es esto de si puedes! ¡Todo es posible para quien cree!
El padre de aquel muchacho, temeroso de que su poca fe impidiera la curación de su hijo, cayó en tierra a los pies del Señor, exclamando:
—¡Creo, ayuda a mi poca fe!
Entonces, movido por ese estupendo acto de fe, el Señor curó a aquel muchacho y se lo devolvió sano a su padre.
Aunque las circunstancias sean claramente distintas, este milagro de Jesús parece reflejarse de algún modo en el siguiente favor atribuido a la intercesión del Beato Josemaría Escrivá. En efecto, hay algo en común que destaca de modo particular. En el caso del Evangelio, el grito de fe de un padre angustiado remueve el corazón de Cristo; en este caso, el grito de una madre angustiada, nacido también de la fe, arranca de la omnipotencia divina la curación humanamente inexplicable de un hijo pequeño.
Un descubrimiento inesperado
Corría el mes de octubre de 1985. El matrimonio formado por Francisco y Ana tuvo la alegría del nacimiento de su primer hijo. Al niño, que vio la luz en Asturias (España), le fue impuesto el nombre de Fernando, como el abuelo..
Los primeros años de su vida fueron normales. Fernando crecía arropado por el cariño de sus padres, a los que Dios bendijo con unos gemelos.
A comienzos de 1988, cuando aún no contaba tres años, Fernando comenzó a sufrir episodios asmáticos, que se desarrollaban en concomitancia con pequeñas infecciones, resfriados, estados febriles ocasionales, etc.
Casi un año después, en enero de 1989, tuvo que ser ingresado de urgencia en el Hospital General de Asturias, con un cuadro de dolores abdominales que en las últimas horas se habían hecho más intensos. Le diagnosticaron una apendicitis aguda que hacía necesaria la intervención quirúrgica.
Sin embargo, no era éste el problema principal. Al realizar los análisis necesarios, se descubrió que el pequeño sufría una grave hipertensión arterial, con puntas que llegaban a alcanzar, en los momentos críticos, la cifra de 220/140 mm de mercurio. Si se tiene en cuenta que en los niños la presión arterial es más baja que en los adultos, y que en éstos los valores por encima de 140/90 mm. se consideran patológicos, se podrá valorar la gravedad de las crisis hipertensivas de Fernando. Para controlar la presión arterial, se comenzó un tratamiento a base de nitroprusiato sódico con perfusión intravenosa: un tratamiento al que sólo se recurre en casos muy graves, cuando hay serio peligro de lesiones cerebrales e incluso para la vida misma del paciente.
Con un tratamiento tan enérgico, la hipertensión mejoró lo suficiente como para que los médicos afrontaran la intervención quirúrgica. Durante la intervención y en los tres días sucesivos, el niño experimentó varias crisis hipertensivas, con cifras que llegaron a alcanzar los 230/140 mm. de mercurio.
Una enfermedad grave, incurable y progresiva
Una vez superada la enfermedad abdominal por la que el niño había sido hospitalizado, y controladas las crisis hipertensivas, el trabajo de los médicos se concentró en identificar la causa de la hipertensión arterial. El niño fue trasladado a la sección nefrológica del departamento de Pediatría, dotado de instrumentos diagnósticos avanzados y de un personal competente. Los exámenes descartaron con certeza algunas de las causas más frecuentes de hipertensión infantil. Por fin, gracias a la arteriografía, se sospechó la causa de la enfermedad: estrechamiento de una arteria renal. El tratamiento, puramente sintomático, se limitó a intentar normalizar los valores de la presión arterial por vía farmacológica, aunque dio escasos resultados. Se aconsejó a los padres que controlaran frecuentemente la tensión arterial del pequeño.
Fernando regresó a casa, pero entre febrero y diciembre de ese mismo año (1989) tuvo que ser hospitalizado de urgencia en cuatro ocasiones, a causa de las crisis hipertensivas que se desencadenaban con ocasión de pequeñas infecciones (anginas, otitis, etc.) tan frecuentes en la infancia. Comenzaba un verdadero calvario para sus padres, que no vivían pensando en que, en cualquier momento, su hijo podía sucumbir en alguna de esas violentas crisis.
A principios de 1990, un año después del ataque de apendicitis, los padres decidieron llevar a su hijo a Madrid para confirmar el diagnóstico que sospechaban en Asturias. Estuvo internado durante un mes, y allí nuevos estudios médicos establecieron con exactitud la causa de la enfermedad hipertensiva: «estenosis intrarrenal de la arteria renal derecha —se lee en la historia clínica—, no susceptible de dilatación ni de intervención quirúrgica». La tierna edad del paciente hacía pensar que se trataba de un estrechamiento debido a una displasia fibromuscular, es decir, causado por un desarrollo anómalo de la pared vascular.
En pocas palabras: la enfermedad del niño no tenía curación. Sólo podría continuar con el tratamiento sintomático, encaminado a mantener la hipertensión dentro de unos valores aceptables. El pronóstico era fatal a largo plazo, pues una enfermedad de esas características tiende a lesionar irremisiblemente órganos vitales como el cerebro, el corazón y los riñones. Además, en las hipertensiones de esta etiología, la literatura médica registra una progresiva obstrucción de la arteria afectada, sobre todo en su época de crecimiento infantil. En 42 pacientes con estenosis de la arteria renal por displasia fibromuscular, estudiados durante once años por un equipo médico y publicados en una revista internacional de Medicina, todos los enfermos demostraron la progresión de la estenosis.
Este diagnóstico fue confirmado por una prueba específica que diferencia con toda exactitud una hipertensión de origen vásculo-renal de cualquier otra forma de enfermedad hipertensiva.
La investigación clínica enseña que este tipo de enfermedad hipertensiva sólo puede ser corregida de modo permanente con intervención quirúrgica: sustitución del trozo de arteria mediante by-pass o dilatación de la zona estrechada. En el caso de Fernando, este tratamiento estaba contraindicado. Sólo era posible controlar la presión arterial con fármacos anti-hipertensivos. Tras varios ensayos, una vez conocida con certeza la causa de la enfermedad, los médicos prescribieron un tratamiento con captopril, medicamento selectivo para la compensación de la hipertensión de origen vásculo-renal. El niño fue dado de alta con el mal pronóstico ya señalado y la indicación perentoria de tomar su medicina cada ocho horas.
Buscar refugio en Dios
Escuchemos la reacción de la madre, una vez que le comunicaron el carácter grave, progresivo e incurable de la enfermedad de su hijo: «Desesperada, busqué refugio y consuelo en Dios, y de pronto recordé la estampita con la oración de Monseñor, que alguien me había dado cuando mi niño enfermó por vez primera, y que yo había guardado sin prestarle la menor atención».
Los padres eran creyentes, como testimonian ellos mismos en la carta que enviaron en fecha 1 de junio de 1992, señalando el favor obtenido por la intercesión de Mons. Escrivá de Balaguer: «Aunque somos creyentes, no somos modélicos ni muchísimo menos —reconocen—, y sinceramente hemos de confesar que el Opus nos resultaba absolutamente ajeno y no nos decía absolutamente nada». Sin embargo, ¿qué madre cristiana, ante la enfermedad grave de su hijo, no acude con fe a la misericordia de Dios? Eso fue lo que hizo ella, recurriendo al Señor a través de la intercesión del Fundador del Opus Dei, que por aquellas fechas —estamos en 1990— aún no había sido beatificado.
La estampa con la oración al Beato Josemaría le había sido facilitada en 1989 por una cuñada suya, que le dijo: «Tú, rézale». Pero pasaron varios meses hasta que se decidió a poner en práctica ese consejo, en un momento de seria preocupación.
Sucedió a finales de septiembre de 1990, durante uno de los frecuentes ingresos del niño en el hospital a causa de las crisis de asma que, como se ha dicho, repercutían inmediatamente en la elevación de la tensión arterial. Un ataque agudo de asma es algo muy impresionante. Quien lo sufre, experimenta la sensación —muy real— de que se está ahogando. El pulso se acelera, en un esfuerzo inútil del corazón por enviar más sangre a los pulmones. La respiración se torna fatigosa, entrecortada por silbidos. Un sudor frío humedece la piel, que se pone de color azulado, sobre todo en las extremidades. Si el ataque lo sufre un niño, la impresión es aún más penosa. Y si ese niño padece una grave enfermedad hipertensiva, de la que pueden seguirse consecuencias muy graves, es fácil imaginar el sufrimiento de sus padres ante cada uno de esos ataques.
En esta ocasión, comprobando una vez más su absoluta impotencia, la madre se dirigió con fe a Nuestro Señor por intercesión del entonces Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer. Así lo cuenta: «Comencé a rezarla [la oración de la estampa] con fe ciega, convencida de que sólo aquello podía curar a mi hijo».
Lo primero que pidió Ana fue que cesaran las crisis asmáticas, que tanto les hacían sufrir a todos. Su oración fue escuchada inmediatamente: el 2 de octubre de 1990, una vez superada la bronquitis asmática por la que había sido internado, el pequeño pudo regresar a su casa. «Desde entonces —reconoce la madre—, no volvió a tener ninguna más (…). Nunca más volvió a necesitar oxígeno ni volvieron a ingresarlo».
Al comprobar, con el transcurso de los meses, que el niño se había curado del asma, Ana se sintió llena de fe y de confianza en la intercesión de Mons. Escrivá: «Me atreví un poco más —confía en su relación— y rogué para que se curase poco a poco de su traidora enfermedad». La razón de que pidiera una curación «a plazos», y no una curación instantánea, la cuenta ella misma en su declaración ante el Tribunal eclesiástico de la archidiócesis de Oviedo: «Pedía que se curase de la hipertensión arterial, pero poco a poco. La razón de esta súplica mía era el miedo a que se curase repentinamente, pues como estaba tomando la medicación, podría tener una caída brusca de la tensión que lo llevase a la muerte».
Hizo esta plegaria a finales del verano de 1991 y pidió a otras personas que rezaran a Mons. Escrivá por la curación de su hijo, enviándoles fotocopias de la estampa con la oración para la devoción privada. A partir de ese momento, la evolución de la enfermedad tomó un rumbo nuevo. Fernando comenzó a presentar leve sensación de vértigo al levantarse de la cama por las mañanas, síntoma probable de hipotensión debida al fármaco. Este hecho no pasó inadvertido a la madre. Lo avisó a los médicos que, en las visitas de control, fueron constatando la disminución progresiva de la presión arterial, por lo que a su vez fueron reduciendo paulatinamente las dosis de medicamento. En el transcurso de cinco meses, de noviembre de 1991 a abril de 1992, pasó de tomar una dosis diaria total de 32 mg a otra de 13 mg.
En un momento preciso
Llegamos así al 17 de mayo de 1992, día de la beatificación de Mons. Escrivá en Roma. El niño tenía ya siete años. Aquel domingo era un día soleado y más bien caluroso, por lo que el niño se fue con su padre a la playa, mientras la madre permanecía en casa al cuidado de los dos hermanitos que habían nacido el año anterior. Pero dejemos la palabra a ella, que en el proceso celebrado en la diócesis de Oviedo declaraba cuanto sigue:
«El 17 de mayo mi marido fue con mi hijo Fernando a la playa (hacía calor ese día), mientras yo me quedé en casa con los gemelos. Me puse a ver la televisión para asistir a la ceremonia de la santificación del Siervo de Dios Escrivá de Balaguer: yo pensaba así porque en aquel tiempo no distinguía santificación de beatificación. En un momento dado de la ceremonia, mientras tenía en mis manos la estampa, cerré los ojos, me quedé como en blanco, y pedí a Josemaría Escrivá que invocase por mí la curación total del niño; y, teniendo los ojos cerrados, veía que me sonreía. Esto me dio la seguridad total y absoluta de que me concedía la gracia que le estaba pidiendo. Cuando terminó el acto litúrgico, tuve el convencimiento pleno y la certeza plena y absoluta de que me había escuchado y de que mi hijo se había curado.
»Cuando, por la tarde, mi marido llegó a casa con el niño, me contó que en la playa había sentido frío, a pesar de que era un día muy caluroso, y que le había cubierto con algunas toallas. Cuando se despertó, el niño le había dicho que se encontraba muy bien. Pregunté a mi marido a qué hora había sucedido todo eso; ahora no recuerdo cuál era, pero era la misma hora en que yo estaba rezando al Señor por intercesión de Escrivá de Balaguer. Mi marido se emocionó mucho».
Inmediatamente, tomó la presión arterial al niño (era ya una experta en este tipo de operaciones, después de tanto tiempo) y comprobó que se hallaba perfectamente normal. Al día siguiente se presentó con el hijo en el hospital, aunque no le tocaba hacer la revisión hasta el mes de octubre. «Algo dentro de mí —afirma— me decía que el niño estaba ya curado. Y así fue; le han quitado la medicación y el niño se halla perfectamente».
Varios especialistas en Nefrología y Endocrinología han estudiado detenidamente este caso. El catedrático de Nefrología en la Universidad de Valladolid, escribe: «La desaparición de una tensión elevada, sin tratamiento médico ni quirúrgico, en una hipertensión vásculo-renal bien confirmada por el test del Captopril y por arteriografía convencional, no es comprensible médicamente».
A la misma conclusión llega el profesor jefe del servicio de Endocrinología de un conocido hospital de Madrid, que en el proceso llevado a cabo en la archidiócesis de Oviedo sobre este presunto milagro, declara: «Refiriéndome a la hipertensión de origen vásculo-renal, la opinión unánimemente compartida por la comunidad médica internacional es que esta hipertensión no tiene una resolución espontánea, es decir, es incurable a menos que se proceda a la cirugía, o a técnicas próximas a la cirugía (…). En estos casos concretos es universal el criterio médico a que antes he aludido de la no regresión espontánea de las lesiones que determinan la estenosis vascular y, por tanto, el mecanismo de la hipertensión arterial». Por tanto, el criterio universalmente admitido es que «la hipertensión vásculo-renal no tiene resolución espontánea; es un proceso que no se resuelve sin la aplicación de medios quirúrgicos (…). Sólo quiero añadir simplemente que la resolución que ha tenido lugar en este niño de la hipertensión, con independencia de los diagnósticos que se han establecido y que yo también suscribo, me parece no explicable médicamente y que no alcanzar a ser interpretada científicamente».
La conclusión de los especialistas es, pues, unánime: a la luz de un cuidadoso estudio de la literatura científica, resulta naturalmente inexplicable que los valores de la presión arterial del niño sean completamente normales tras la supresión de los fármacos con los que, durante casi tres años, se le había controlado. Ni siquiera en concomitancia con los procesos patológicos típicos de la infancia (anginas, catarros, otitis, etc.) que antes le desencadenaban crisis hipertensivas agudas, se ha observado aumento de la presión arterial.
La curación no tiene explicación científica.
Han pasado casi diez años y el niño curado lleva una vida normal, ya olvidado de los años en los que estuvo gravemente enfermo. No lo olvidan ciertamente sus padres, que cada día agradecen a Dios el grandísimo favor que les concedió por la intercesión del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer.