José de Veuster nació en Tremelo (Bélgica), el 3 de enero de 1840, en una familia numerosa de agricultores-comerciantes. Durante un retiro espiritual en Braine-le-Comte, donde estudiaba, decidió seguir la llamada de Dios a la vida religiosa y entró en la congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, en la que ya le había precedido su hermano. A principios de 1859, comenzó el noviciado en Lovaina. Tomó el nombre de Damián.
En 1863, su hermano, que iba a partir para la misión de las islas Hawai, cayó enfermo. Ya estaban listos todos los preparativos para el viaje, y Damián obtuvo del superior general el permiso para sustituir a su hermano. Desembarcó en Honolulú el 19 de marzo de 1864 y allí fue ordenado sacerdote el 21 de mayo siguiente. Sin esperar más, se entregó en cuerpo y alma a la áspera vida de misionero por los poblados de Hawai, la mayor de las islas del archipiélago.
Por aquellos días, para frenar la propagación de la lepra, el Gobierno de Hawai decidió deportar a Molokai, una isla cercana, a cuantos estuviesen afectados por la enfermedad, entonces incurable. El obispo, monseñor Louis Maigret, ss.cc., habló de ello con sus sacerdotes. A nadie quería enviar allí por obediencia, sabiendo que una orden semejante era una condena a muerte. Se ofrecieron cuatro misioneros: irían por turno a visitar y asistir a los leprosos en su desamparo. Damián fue el primero en partir: era el 10 de mayo de 1873. A petición propia y de los mismos enfermos, se quedó definitivamente en Molokai.
Impulsado por el deseo de aliviar el sufrimiento de los leprosos, se interesó por los progresos de la ciencia. Experimentó en sí mismo nuevos tratamientos, que compartía con sus enfermos. Día tras día, cuidaba de los enfermos, vendaba sus heridas hediondas, reconfortaba a los moribundos, enterraba a quienes habían terminado su calvario. «Hago lo imposible —decía— por mostrarme siempre alegre, para levantar el ánimo de mis enfermos». Su fe, su optimismo, su disponibilidad conmovían los corazones. Todos se sentían invitados a compartir su alegría de vivir, a superar, con la fe, los límites de su miseria y angustia.
«El infierno de Molokai», impregnado de egoísmos, de desesperación y de inmoralidad, se transformó gracias a él en una comunidad que causaba admiración incluso al Gobierno. Orfanato, iglesia, viviendas, equipamientos colectivos: todo se realizaba con la ayuda de los menos impedidos. Se amplió el hospital, se acondicionaron el desembarcadero y sus caminos de acceso, al mismo tiempo que se tendía una conducción de agua. Damián abrió un almacén en el que los enfermos podían aprovisionarse gratuitamente. Alentaba a su gente a cultivar la tierra y plantar flores. Para entretenimiento de sus leprosos, organizó incluso una banda de música. Así, Damián hacía redescubrir a los leprosos que a los ojos de Dios todo hombre es algo precioso, porque los ama como un padre.
Damián concebía su presencia en medio de los leprosos como la de un padre entre sus hijos. Conocía los riesgos del trato cotidiano con sus enfermos. Tomando todas las precauciones razonables, consiguió durante más de una década escapar al contagio. Sin embargo, acabó enfermando también él. Con plena confianza en Dios, declaró en esos momentos: «Estoy feliz y contento, y si me dieran a escoger la salida de este lugar a cambio de la salud, respondería sin dudarlo: Me quedo con mis leprosos toda mi vida».
Murió el 15 de abril de 1889. Más tarde, en 1936, sus restos fueron repatriados y depositados en la cripta de la iglesia de la congregación de los Sagrados Corazones en Lovaina.
Su partida para la «isla maldita» y su permanencia fiel en ella tienen una razón. Así lo testimonia él mismo: «Sin la presencia de nuestro divino Maestro en mi pobre capilla, jamás habría podido mantener unida mi suerte a la de los leprosos de Molokai».
La noticia de su enfermedad en 1885 y su muerte impresionó profundamente a sus contemporáneos, cualquiera que fuese su confesión religiosa. Desde su desaparición, fue considerado como un modelo y un héroe de la caridad.
Fue beatificado en Bruselas por el siervo de Dios Juan Pablo II el 4 de junio de 1995.