Reflexión sobre cómo apreciamos lo que creemos… da qué pensar…
Ocurrió en un pueblecito turístico de España, alrededor de los años setenta. Era sábado por la tarde y en la ermita del pueblo, un monaguillo preparaba la Sta. Misa. De pronto, apareció por allí un turista oriental, cámara en ristre y con el aire un poco despistado que es típico en estos visitantes. Se quedó durante un rato observando las hermosas pinturas románicas de la iglesia, sacó un par de fotos y, al cabo de un rato, reparó en el monaguillo. Le llamó especialmente la atención como, cada vez que pasaba delante del altar, el pequeño hacía una genuflexión.
-¿Por qué haces eso? – preguntó al fin.
-¿Por qué hago, el qué? –preguntó el chaval, sin saber a lo que se refería el turista…
-Pues… porque, cada vez que pasas por aquí, te arrodillas.
-Ah… ¡Hombre, pues porque ahí-señalando al Sagrario- está Dios…!-contestó el monaguillo, como la cosa más evidente del mundo.
-¿Dios…? El turista se quedó pensando por un momento, mirando el Tabernáculo con los ojos entrecerrados.
Al fin, dijo:
-Si yo creyese que mi Dios está ahí, no solamente me arrodillaría al pasar delante de él, sino que entraría de rodillas en la iglesia, sin levantar la cara del suelo.
Y nunca más volvería a salir de aquí.