Recuerdo cuando llegamos a esta nueva tierra, una tierra llena de promesas y desafíos. Nos llamaron íberos, hombres de Iberia. Veníamos del sur, de más allá del estrecho que separa dos continentes. Nuestras raíces se extendían a las islas del Mediterráneo y al norte de África, lugares llenos de sol y arena, de mar y viento.

Cruzamos esas aguas con valentía, impulsados por el deseo de encontrar nuevas tierras donde asentarnos y prosperar. Éramos fuertes y valientes, endurecidos por el hambre y el frío, preparados para enfrentar cualquier adversidad. Nuestra travesía no fue fácil. Las tormentas del mar nos azotaron, pero nuestras embarcaciones, hechas con manos expertas, resistieron.

Finalmente, arribamos a las costas del sur de lo que ahora llamaban Iberia. Era una tierra fértil, rica en recursos y de una belleza que nos dejó sin aliento. Los valles verdes, las montañas majestuosas y los ríos caudalosos prometían un hogar para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. No nos detuvimos en las costas. Con nuestra naturaleza exploradora, nos aventuramos río arriba, adentrándonos en el corazón de esta vasta tierra.

Los ríos eran nuestras guías, serpentinas de agua que nos llevaban cada vez más adentro, a través de densos bosques y extensas llanuras. Cada nuevo día nos presentaba con nuevos desafíos: animales salvajes, territorios desconocidos y a veces, otros pueblos que ya habitaban estas tierras. Pero con cada desafío, nuestra determinación crecía. Construíamos asentamientos dondequiera que encontrábamos un lugar adecuado, siempre moviéndonos, siempre explorando.

Nuestros cuerpos, acostumbrados a la dureza de nuestra vida nómada, soportaban bien las inclemencias del tiempo. Nos adaptamos a los inviernos fríos y a los veranos calurosos. El hambre, que había sido nuestra compañera en otras tierras, no nos doblegaba aquí. Aprendimos a cazar, a pescar y a cultivar la tierra, aprovechando todo lo que este nuevo hogar tenía para ofrecer.

No éramos simplemente guerreros y exploradores. Teníamos nuestras tradiciones, nuestras artes y nuestras creencias. Levantábamos templos y realizábamos rituales en honor a nuestros dioses, agradeciendo por la prosperidad y pidiendo protección para nuestros viajes. Nos comunicábamos con otros pueblos, intercambiando conocimientos y bienes, enriqueciendo nuestra cultura con cada encuentro.

Con el tiempo, nos extendimos por gran parte de Iberia. Cada río, cada valle, cada montaña se convirtió en parte de nuestra historia, de nuestra identidad. Los que vinieron después nos llamaron íberos, hombres de Iberia, y aunque el significado del nombre variaba – para algunos era «tierra de paso», para otros «tierra de conejos» – para nosotros siempre será la tierra que conquistamos con nuestra valentía y determinación.