Seguramente todos recordamos cómo plasmó Miguel Ángel en la capilla Sixtina la escena del Juicio Final, pero muchos ignoramos que lo representado en esa pintura se repitió no hace aún mucho tiempo como una parodia diabólica.
Tras un largo viaje hacinados sin alimentos, sin agua, sin ventilación, con sólo un cubo en el que evacuar los excrementos, los deportados, son obligados entre gritos y amenazas a salir de los vagones. Algunos quedan en el interior. Sencillamente, su organismo no ha podido resistir y ha dejado de funcionar. Los supervivientes, aturdidos, forman una larga fila flanqueados por SS, armados unos con metralletas, en tanto que otros sujetan las correas de enormes perros que no cesan de ladrar enfurecidos y de mostrar los dientes. Exhaustos, sin ser capaces de hallar una explicación racional para lo que ocurre, los prisioneros avanzan hacia el lugar en el que un hombre ataviado con una pulcra bata blanca o con un no memos brillante uniforme de oficial, los examina sumariamente durante unos segundos y luego con gesto indiferente indica a unos que se sitúen a la derecha y a otros que lo hagan a la izquierda.
Unos encontrarán la muerte inmediata en las cámaras de gas. A los otros les esperan días de trabajo agotador, sin apenas alimento, sometidos a una disciplina brutal, cuyo único objetivo es hacerles perder todo rastro de dignidad antes de enviarlos a la muerte.
Y, sin embargo, muchos sobrevivieron a esta burla satánica y gracias a ellos conocemos lo ocurrido. Elie Wiesel, Viktor Farnkl, Primo Levi, Imre Kertész, son quizá los más conocidos. Gracias a ellos sabemos que cuando el hombre se cree Dios convierte la tierra en un infierno.