Había una vez, en un pequeño pueblo llamado Nazaret, en la tierra de Galilea, vivía una joven llamada María. Ella era una virgen y estaba comprometida para casarse con un hombre llamado José, quien era descendiente del rey David. Un día, Dios envió a su mensajero especial, el ángel Gabriel, para visitar a María y darle una noticia maravillosa.
Cuando el ángel Gabriel se acercó a María, le dijo: «¡Saludos, María! Tú has encontrado el favor de Dios, el Señor está contigo». Estas palabras sorprendieron a María y la llenaron de inquietud, sin comprender completamente lo que significaban.
El ángel, notando la confusión de María, le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha bendecido con su favor. Darás a luz a un hijo, al que llamarás Jesús. Él será un hombre extraordinario y lo llamarán el Hijo del Altísimo. Dios le dará el trono de su antepasado David, y su reino nunca tendrá fin».
María, asombrada por estas palabras, le preguntó al ángel: «¿Cómo es posible que esto suceda, ya que soy una virgen?».
El ángel Gabriel le explicó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por lo tanto, el niño santo que vas a concebir será llamado Hijo de Dios. Además, tu parienta Elisabet, a pesar de ser mayor y considerada estéril, también está esperando un hijo. Ya está en el sexto mes de embarazo, porque para Dios no hay nada imposible».
María, llena de fe y confianza en Dios, respondió al ángel diciendo: «Aquí estoy, una sierva del Señor. Que se cumpla en mí según tus palabras».
Entonces, el ángel Gabriel se despidió de María, dejándola con la promesa de que todo sucedería tal como Dios lo había planeado. María, llena de alegría y esperanza, aceptó humildemente el papel que Dios le había asignado en la historia del nacimiento de Jesús.