¡Señor! Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú llevaste por la Tierra.
Dame el amor único de mi escuela; que ni la quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los instantes.
Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto.Arranca de mí este impuro deseo de justicia que aún me turba, la mezquina insinuación de protesta que sube de mí cuando me hieren.
No me duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de los que enseñe.
Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes.
Dame que alcance a hacer de una de mis niñas mi verso perfecto y a dejarte en ella clavada mi más penetrante melodía, para cuando mis labios no canten más.
Muéstrame posible tu Evangelio en mi tiempo, para que no renuncie a la batalla de cada día y de cada hora por él.
Pon en mi escuela democrática el resplandor que se cernía sobre tu corro de niños descalzos.
Hazme fuerte, aun en mi desvalimiento de mujer, y de mujer pobre;hazme despreciadora de todo poder que no sea puro, de toda presión que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi vida.
de Gabriela Mistral