Maravillas Pidal y Chico de Guzmán nació en Madrid el 4 de noviembre de 1891, en una familia con hondas raíces cristianas, donde recibió –junto a sus dos hermanos mayores– una esmerada educación. Fue bautizada el día 12 en la parroquia de San Sebastián. Le pusieron este nombre por Nuestra Señora de las Maravillas, Patrona de Cehegín (Murcia), de donde era oriunda su madre.
Era hija de don Luis Pidal y Mon y de doña Cristina Chico de Guzmán y Muñoz, marqueses de Pidal. Don Luis era a la sazón embajador de España ante la Santa Sede, y siempre se distinguió por sus gestiones en favor de la Iglesia y de las Órdenes religiosas.
Maravillas estaba dotada de inteligencia superior, firme voluntad, decisión y coraje, unidos a un carácter expansivo y alegre, y singular bondad de corazón. Desde niña su inclinación a la virtud fue muy notable. Ella misma diría, años más tarde, que su vocación a la vida consagrada nació con ella. Con solo cinco años, decidió consagrar su virginidad a Dios, y así lo hizo ante un altarcito de la Virgen preparado por ella misma. Hizo la Primera Comunión en 1902. Su infancia fue muy feliz. Gozaba con todo, y en particular con el campo, las flores, los animales… En su juventud, por exigencias de su posición, tuvo que alternar con la alta sociedad, conociendo el mundo lo suficientemente como para comprender que no podría satisfacer su corazón. Además de cultivar su vida de piedad y de llevar a cabo sus estudios privados de lenguas y cultura general, se dedicó a las obras de beneficencia y caridad, ayudando a muchas familias, a pobres y a marginados.
Leía asiduamente las obras de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz y así decidió consagrarse a Dios en el monasterio de Carmelitas Descalzas de El Escorial (Madrid). Larga fue la espera para obtener el consentimiento de su director y de su madre, al enviudar esta, y entretanto estará en el mundo sin ser del mundo. Por fin ingresó el 12 de octubre de 1919, recibiendo el nombre de Maravillas de Jesús. Se sentía inmensamente feliz. ¡Venía tan bien preparada y tan largamente probada! Tomó el hábito en 1920 e hizo su primera profesión en 1921.
El motivo que llevó a Maravillas al Carmelo fue el amor a Cristo, sus deseos de imitarle. De ahí sus ansias de sufrir, reparar y entregarse totalmente a Él por la salvación de las almas. Amaba también intensamente a la Santísima Virgen, y así escribió: «Uno de los motivos que me inclinaron al Carmelo fue el ser por excelencia la Orden de la Virgen».
No es todavía profesa solemne cuando el Señor le pide la fundación de un Carmelo en el Cerro de los Ángeles, centro geográfico de España, donde se había levantado un monumento al Sagrado Corazón y se había consagrado a Él la nación el 30 de mayo de 1919, por el rey Alfonso XIII. El 19 de mayo de 1924, la Hermana Maravillas y otras tres monjas de El Escorial se instalaban en una casa provisional del pueblo de Getafe para atender desde allí la edificación del convento. En esta casa hizo su profesión solemne, el 30 de mayo de ese mismo año. En junio de 1926, con solo treinta y cuatro años, fue nombrada priora de la comunidad, no sin gran resistencia por su parte. Pocos meses después, el 31 de octubre, se inauguraba el monasterio en el Cerro de los Ángeles.
En 1931 se proclamó en España la segunda República, y a partir de ahí se produjo una creciente persecución religiosa. La Madre, sufriendo profundamente por las ofensas de Dios, pasaba interminables horas de vigilia, todas las noches, observando desde su celda del Carmelo del Cerro el cercano monumento al Sagrado Corazón, con la única obsesión de que en algún momento pudiera ser derribado y profanado. Llevada de este amor, solicitó y obtuvo el permiso del papa Pío XI para salir con su comunidad, exponiendo sus vidas, a defender la sagrada imagen en caso de ser atacada: «Si tiene que escuchar gritos de odio de sus enemigos, que pueda oír también nuestras alabanzas», escribía en aquella ocasión. En estos años, el Señor fue, aún más si cabe, la fuente de su luz y fortaleza, serenidad y prudencia. Seguramente de aquí data su heroica penitencia, que observaría durante toda su vida, de dormir tres horas, y sentada en el suelo, dedicando el resto de la noche a la oración.
En 1933 aceptó la fundación de un Carmelo en Kottayam (India), y envió allí a ocho de sus monjas. A ella, que ansiaba ir, no se lo permitieron sus superiores. De este monasterio salieron más tarde nuevas fundaciones, en las que numerosas vocaciones florecieron.
En julio de 1936 estalló la Guerra Civil en España. Las carmelitas del Cerro, expulsadas de su convento, marcharon a Madrid, donde se instalaron clandestinamente en un piso. Fueron catorce meses de sacrificios y privaciones indecibles, de registros y de amenazas. Pero Dios no les concedió la gracia del martirio, como ardientemente deseaban. La santa consiguió salir de Madrid con toda la comunidad, hasta llegar al antiguo y abandonado «desierto» de la Orden del Carmelo en las Batuecas (Salamanca), que antes de comenzar la guerra había podido adquirir providencialmente. El 4 de marzo de 1939 salió de Batuecas con un grupo de monjas a recuperar el convento del Cerro, que había quedado completamente destruido. A petición del obispo de Coria-Cáceres, parte de la comunidad quedó en Batuecas, estableciéndose allí un nuevo monasterio. Con enormes fatigas y esfuerzos, pudo pronto restaurar en el Cerro la vida de observancia, siendo ella la primera en los más duros trabajos. En medio de una escasez extrema, la Madre sabía infundir valor y alegría, y fue siempre un ejemplo admirable para todas sus hijas. Imposible ponderar su virtud en todo momento, hecha de fortaleza y heroica caridad, también con los enemigos.
Santa Maravillas trabajó incansablemente por extender la Orden del Carmen, sin ahorrar esfuerzos ni sacrificios para abrir nuevas «Casas de la Virgen», impulsada por el deseo de llevar almas al Señor. A los Carmelos del Cerro, Kottayam y Batuecas, se sucedieron ocho conventos más, y además fueron restaurados por ella el Monasterio de La Encarnación de Ávila y el Carmelo de El Escorial.
En 1961 funda el Carmelo de La Aldehuela, a catorce kilómetros de Madrid, donde había existido hasta hacía pocos años un monasterio cisterciense. En él vivirá la Madre retirada hasta su muerte.
Pero santa Maravillas no se olvida de las necesidades de sus hermanos de afuera. No hay preocupación material o espiritual que llegue a su noticia que no procure atender; por algo decía a sus hijas: «Hermanas, quisiéramos abarcar el mundo entero, pero como esto no es posible, que no quede sin atender nada de lo que pase a nuestro lado». Así es como se dará la paradoja de que una monja de clausura, y sin salir de ella, solucionará tantas necesidades.
Sería interminable hablar de su amor al prójimo, al que se dio con un ardor vivo, y en el que veía a Dios, a quien amó sobre todas las cosas. Solo citaremos algunas de sus obras. Desde su Carmelo de La Aldehuela, la Madre, reuniendo sus desgastadas fuerzas, realiza una importante labor social. Hace construir, no muy lejos del convento, dieciséis viviendas prefabricadas para otras tantas familias que vivían en chabolas. Promueve la construcción de una barriada de doscientas viviendas; hace edificar a sus expensas una iglesia y un colegio; sostiene vocaciones sacerdotales, procurándoles los indispensables medios económicos; hace una fundación benéfica para ayudar a las carmelitas enfermas; compra una casa en Madrid para alojar a las que tuvieran necesidad de permanecer en la capital por tratamiento médico; y por fin, ofrece su ayuda al Instituto CLAUNE en la edificación de una clínica para religiosas de clausura. Para llevar a cabo estas obras, se apoyaba confiadamente en la providencia divina.
Amó intensamente a su Orden del Carmelo y la ayudó cuanto pudo, con gran generosidad. Aparte de recuperar lugares teresianos como Batuecas, Duruelo y Mancera, y de la construcción del convento de Talavera de la Reina (Toledo) para los padres Carmelitas Descalzos, la santa ayudó económicamente en la construcción del Teologado de Salamanca, el Colegio Apostólico de Medina del Campo, las misiones carmelitanas a través de la «Obra Máxima»…
La Madre Maravillas no fundó nada nuevo ni enseñó una manera de vida propia, sino la recibida de sus Santos Padres, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, que ella había asimilado tan perfectamente. Uno de los rasgos más característicos de la Madre es su fidelidad al ideal teresiano. Bien puede decirse que esa ha sido la misión de esta mujer carismática, profética y providencial: conservar ese espíritu de contemplación en ese formato de autenticidad, de pobreza, de trabajo manual, de silencio y de alegría, tan clásicos en el Carmelo Descalzo. A lo largo de su vida, son infinitas las veces que escribe o habla de la «felicidad de ser carmelita», «de ser hija de nuestra Santa Madre Teresa». Consideraba un verdadero tesoro la vida que sus Santos Padres habían legado, y procuró, con todas sus fuerzas, mantener esta herencia. Con este objeto, siguiendo las directrices del Concilio Vaticano II, que aconseja la formación de uniones o asociaciones como medio de ayuda entre los monasterios de vida contemplativa, en 1972 la Madre obtuvo de la Santa Sede y de la Orden la aprobación de la «Asociación de Santa Teresa», integrada por los carmelos fundados por ella y otros muchos que se adhirieron.
Desde el 28 de junio de 1926 hasta su muerte, es decir, durante cuarenta y ocho años, sus monjas la eligieron priora en las diversas fundaciones donde vivió. Esto fue para ella una de las mayores cruces de su vida. Su priorato estuvo impregnado de prudencia, bondad, dulzura…
Amó a sus hijas con verdadero amor de madre, y estas a su vez la amaron entrañablemente; por eso era obedecida sin mandar, tal era su equilibrio, su serenidad, su caridad y delicadeza con todas. Demostraba siempre una gran ecuanimidad en su carácter. Su juicio era sereno, no obrando jamás por el impulso o la pasión. Corregía diciendo la verdad, pero sin herir jamás a nadie. Su alegría estaba llena de paz, sin estridencias. Cuantos la trataron la definen diciendo que se veía a Dios en ella. Su persona y su presencia irradiaban paz. Siempre fue sencillísima y afable con todos, sin imponer nunca su criterio; al contrario, pedía siempre humildemente el parecer de los demás. La humildad y la caridad puede decirse que fueron sus virtudes sobresalientes. Tenía un bajísimo concepto de sí, y creía sinceramente que nunca la podrían humillar bastante. Sus palabras, habladas o escritas en numerosas cartas y billetes que se han conservado, eran penetrantes.
Durante los trece últimos años de su vida pasados en el Carmelo de La Aldehuela, se podría afirmar de la Madre que las palabras de san Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí», fueron una realidad llegada a su plenitud y consumación. Murió en este monasterio el 11 de diciembre de 1974 a los ochenta y tres años de edad, rodeada de sus hijas, con una muerte llena de paz y de entrega. Repetía: «¡Qué felicidad morir carmelita!»
Las gracias que acompañaron su muerte revelaron la santidad de su vida. Su cuerpo exhaló un suavísimo y extraordinario perfume de nardos. Muchos se encomendaron a su intercesión, obteniendo toda clase de gracias espirituales y materiales. Muy pronto se extendió por todo el mundo la fama de esta humilde carmelita, y nació el deseo de su glorificación. Había sido enterrada en el cementerio del Carmelo de La Aldehuela, dentro de la clausura, y en 1981, ante la petición de innumerables personas, sus restos se trasladaron a la iglesia del convento. En la actualidad, su sepulcro es un foco de peregrinación, visitado por un número creciente de gentes de todo el mundo, que acuden a santa Maravillas en busca de consuelo y ayuda, o para agradecerle favores.
El 17 de diciembre de 1996, la Congregación para las Causas de los Santos emanaba el Decreto de Virtudes Heroicas; y el 18 de diciembre de 1997, el Decreto del Milagro –sobre una curación instantánea de agranulocitosis primaria, de la joven salmantina Alfonsa García Blázquez, realizada en 1976– le abría las puertas definitivas para la beatificación. Y así, a solo veintitrés años y cinco meses de su muerte, el 10 de mayo de 1998 fue solemnemente beatificada en Roma por san Juan Pablo II.
Apenas transcurridos dos meses de la beatificación, el 19 de julio de 1998, en Nogoyá (Argentina), se produjo un estrepitoso milagro atribuido a la intercesión de la beata, que saltó a todos los medios de comunicación de aquel país. Se trataba de la curación rápida, completa y duradera, sin secuelas neurológicas, del pequeño Manuel Vilar, de dieciocho meses, que sufrió ahogamiento en una piscina de agua estancada y fangosa, con prolongado paro cardio-respiratorio y coma profundo. Tras ser promulgado el Decreto del Milagro el 23 de abril de 2002, el mismo Sumo Pontífice canonizó solemnemente a la Madre Maravillas, en Madrid, el 4 de mayo de 2003, en una extraordinaria ceremonia, junto a otros cuatro santos españoles.