En los años ochenta, la discoteca Androides era una de las más conocidas de la ciudad. Estaba situada en la Calle Alfares muy cerca de un cruce de calles denominado popularmente Cuatro Caminos. Muchos son los hechos extraños que se contaron acerca de ese local.

Algunos hablaban de vasos que se estallaban sin nadie tocarlos. Una joven describió perfectamente como de los baldosines de las paredes del cuarto de baño brotaban chorros de sangre.

Alguien contó que durante un apagón durante una nochevieja un frió intenso recorrió todo el local e hizo que las copas se congelaran en las manos de la gente en cuestión de segundos.

De todas maneras la historia más extraña y terrorífica de la que tenemos noticias, y que según muchos fue la causa de su cierre, fue la historia que narramos a continuación con nombres supuestos ya que los protagonistas son una familia muy conocida en la ciudad:

La noche de un sábado cualquiera de invierno Pablo conducía su moto hacia la discoteca Androides. Aquella noche, sus amigos no habían regresado de Madrid, pues estaban allí estudiando, pero Pablo decidió tomar una copa con la esperanza de encontrar otra alma solitaria con quien hablar.

De repente, cuando enfilaba la calle Alfares, un fuerte aguacero comenzó a caer sobre la ciudad. Gracias a Dios, Pablo estaba muy cerca de la discoteca, así que aparcó su moto en un callejón cercano llamado Cerrillo de San Roque y bajo una cornisa, comenzó a atar con su cadena, los radios de la moto al poste de una señal de tráfico. De repente un escalofrío rozó su nuca y miró atrás. La sombra de una joven de unos dieciséis años, vestida con una leve blusa de seda y una falda también de tela muy ligera estaba observándole.

La chica estaba totalmente calada. El agua caía de su pelo rubio y lacio sobre sus hombros, y el color de rimel de sus ojos formaba un reguero de lágrimas negras sobre su cara. Pablo, se puso en pie y viendo que la chica temblaba, se quitó su chaqueta motera de cuero y se la echó encima.

Pablo le sugirió llevarla a su casa pero ella se negó, así que le invitó a entrar a la discoteca y tomar una copa. La cara de la muchacha era pálida y triste, pero esgrimió una leve sonrisa y entró junto con el chico al local. Allí conversaron durante horas y casi a las cinco de la mañana, Pablo cogió su moto y la llevó hasta su domicilio.

Una pequeña casa baja, en la calle de la Luna. Allí en la puerta, la muchacha cuyo nombre no había preguntado le dió un pequeño beso en la mejilla y le entregó una fotografía de carnet.

Al día siguiente, Pablo, muy ilusionado por tener una nueva amiga que además le gustaba como no le había gustado otra mujer en su vida, se encaminó hacia la casa de la muchacha.

Tras varios golpes. Una mujer de unos cincuenta y muchos años abrió la puerta. -¿Está su hija? – Preguntó Pablo. – No haga usted bromas, joven – Contestó la mujer – Mi hija murió hace tres años en un accidente de moto.-

Pablo no daba crédito a lo que oía. La foto que había colocado bajo su almohada coincidía con la hija de aquella triste señora. Pablo no se resignaba y creía que todo era una macabra broma. Tan empeñado estaba Pablo en su afirmación que la mujer le acompañó hasta el cementerio.

Allí sobre una tumba con el nombre de su amada estaba colocada la chaqueta que la noche anterior le había prestado. Ahora Pablo continúa en tratamiento psiquiátrico. Tras conocerse la historia que incluso salió publicada en la prensa local, la discoteca Androides cerró.

La joven fantasma dicen que hoy sigue vagando por la zona y a veces, las noches de lluvia algunos motoristas al parar en el semáforo de Cuatro Caminos creen ver a una joven vestida de seda que calada hasta los huesos se esconde entre los bancos y los árboles de la plaza de Zamora.

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