El 1 de octubre
de 1936, víspera del octavo aniversario de la fundación del Opus Dei, en plena
persecución religiosa en Madrid, Josemaría Escrivá preguntaba a su más fiel
colaborador: «Álvaro, hijo mío,
mañana es 2 de octubre; ¿qué caricia nos tendrá reservada el Señor?».
Se refería a que, en esas fechas singulares, solía recibir algún don especial
del Cielo.
Cuenta Don Álvaro del Portillo que, ese mismo día, sin esperar a la fiesta, hubo un registro de los milicianos que, si los hubieran descubierto, habría sido la muerte segura. Ante el peligro inminente de martirio, por un lado se llenó de una gran alegría al poder ofrecer su vida por Cristo, pero por otro lado el Señor le dejó solo y vio su debilidad personal de tal modo que le invadió un miedo tremendo. Josemaría entendió que ése era el regalo que Dios quería hacerle: la necesidad de confiar en el Señor y no fiarse de sus propias fuerzas. [i]