La antigüedad griega cubría la península balcánica, las islas del Egeo y las costas de Anatolia, hoy parte de Turquía. Estas regiones del Mediterráneo oriental formaban lo que conocemos como Hélade, cuna de la civilización helénica. A simple vista, muchos elementos de esta civilización pueden parecernos distantes. Por ejemplo, el pensador Aristóteles, al examinar los vínculos políticos, negaba que todos los hombres pudieran ser considerados iguales. Aun así, muchos términos políticos que usamos actualmente tienen origen griego. Asimismo, muchos de nuestros prototipos literarios provienen de su obra literaria. En resumen, la cultura helénica marcó la primera gran fase de nuestra civilización occidental.
La civilización griega se originó en las culturas de Creta y Micenas. Alrededor del año 2700 a.C., se desarrolló en Creta una próspera cultura comercial de la Edad del Bronce, conocida como minoica o cretense. Cerca del año 1600 a.C., los aqueos, un pueblo de habla griega y de origen indoeuropeo, se asentaron en el noreste de la península del Peloponeso, imponiéndose sobre los cretenses. Su centro más destacado fue Micenas. Alrededor del 1200 a.C., los dorios, otro grupo griego que empleaba armas de hierro, tomaron el control de Grecia, superando a los micénicos. Con los dorios comenzó un periodo conocido como la Edad Oscura, marcado por un retroceso cultural.
Tras la dominación doria, Grecia experimentó un nivel de vida muy básico, que persistió por varios siglos. Sin embargo, desde el siglo VIII hasta el siglo VI a.C., conocido como la época arcaica, Grecia experimentó una notable recuperación política, económica y cultural. Dicha recuperación fue posible gracias a la estructura en ciudades-estado (polis) y a la fundación de colonias en Asia Menor, el mar Negro, Sicilia, el sur de Italia, el sur de Francia y el Levante español. Estas colonias, convertidas en polis políticamente independientes de su metrópoli, conservaron fuertes lazos religiosos, económicos y culturales con ella. Esta expansión colonial fue crucial para el desarrollo económico griego durante este periodo.
Los siglos V y IV a.C. fueron la cúspide de las grandes ciudades-estado independientes, con Atenas y Esparta a la cabeza. Inicialmente, los griegos se unieron para vencer a los persas en las llamadas guerras médicas. Tras la victoria, Atenas emergió como la fuerza dominante de la Liga de Delos, creada para repeler a los persas. En el ámbito interno, los atenienses consolidaron la democracia, o gobierno del pueblo, mientras que en el exterior se afirmaron como la principal potencia militar y política de la Hélade, atrayendo numerosos enemigos. Las diferencias con Esparta culminaron en la devastadora guerra del Peloponeso, que concluyó con la derrota ateniense y marcó el fin de una era.
Durante las guerras del Peloponeso, Filipo II de Macedonia aprovechó la debilidad de los contrincantes para erigir Macedonia como la nueva potencia dominante de la Hélade, beneficiándose de sus recursos naturales como cereales, oro y madera. La batalla de Queronea (338 a.C.) le permitió anexarse Atenas y Tebas. Tras su muerte, su hijo Alejandro Magno expandió su dominio conquistando Persia y avanzando hacia Egipto y la India, creando un vasto imperio. Tras su muerte en Babilonia (323 a.C.), sus generales dividieron sus territorios. Con Alejandro, se diluyó el antiguo poder griego, aunque su cultura, ahora mezclada con elementos orientales, dio origen al mundo helenístico.
En las colonias jonias de Asia Menor, como Mileto, Samos y Éfeso, surgió en el siglo VI a.C. el primer foco de pensamiento racional. Sabios como Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes y Pitágoras de Samos buscaban comprender y explicar la naturaleza por sí misma, rechazando explicaciones sobrenaturales o místicas. Sus métodos inauguraron una nueva forma de interpretar los fenómenos naturales, separando el mito de la razón crítica. Estos pioneros del pensamiento racional fueron precedidos y ampliados por grandes filósofos como Sócrates, Platón y Aristóteles.
A diferencia de otras culturas monoteístas, los griegos eran politeístas, venerando a múltiples deidades. Al principio, atribuyeron los diversos fenómenos naturales a diferentes dioses, celebrando festivales en su honor para apaciguarlos. El culto más célebre estaba dedicado a los dioses del Olimpo, como Zeus, dios del cielo y el trueno. Poetas como Homero y Hesíodo nos presentan a estas deidades como seres inmortales con formas y comportamientos humanos. Además de estos cultos, existían otros envueltos en misterio y ritos secretos, como los de Eleusis, dedicados a Deméter, Dionisos y Orfeo. Los griegos también creían en ninfas, sátiros, centauros y otras entidades mitológicas que habitaban en entornos naturales como bosques y montañas.
La creatividad y el arte griegos se vieron influidos tanto por las tradiciones cretomicénicas como por aportes de la cultura doria y elementos orientales, especialmente asirios y egipcios. Sin embargo, las grandes obras literarias y artísticas del mundo griego, como la Odisea, la Ilíada, el Partenón y el Díscóbolo, no habrían sido posibles sin la capacidad de las distintas ciudades estado de potenciar los elementos que compartían, como el idioma, la religión y las tradiciones históricas y culturales. Los griegos desarrollaron y refinaron sus expresiones artísticas —arquitectura, escultura— en un proceso extenso que comenzó con la rigidez de la época arcaica, alcanzó la perfección ideal en la clásica, y culminó con el realismo del periodo helenístico.