Eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa. Don Quijote
Aparece como una noción escurridiza que, ya de entrada, presenta dos significados bien distintos: permitir el mal y respetar la diversidad. Su significado clásico ha sido permitir el mal sin aprobarlo. ¿Qué tipo de mal? El que supone no respetar las reglas de juego que hacen posible la sociedad.
Si algunos no respetan esas reglas comunes, la convivencia se deteriora y todos salen perdiendo.
Defender una ley, una norma o costumbre, implica casi siempre no tolerar su incumplimiento. Pero hay situaciones que hacen aconsejable permitir la posición de fuera de juego y hacer la vista gorda. Esas situaciones constituyen la justificación y el ámbito de la tolerancia entendida como permisión del mal.
Decidir cuándo y cómo conviene hacer la vista gorda es un arte difícil, que exige conocer a fondo la situación, evaluar lo que está en juego, sopesar los pros y los contras, anticipar las consecuencias, pedir consejo y tomar una decisión.
Marco Aurelio reconoce que recibió de su antecesor, el emperador Antonino Pío, la experiencia para distinguir cuándo hay necesidad de apretar y cuándo de aflojar.
Hay una tolerancia propia del que exige sus derechos.
¿Cuándo se debe tolerar algo? La respuesta genérica es: siempre que, de no hacerlo, se estime que ha de ser peor el remedio que la enfermedad. Se debe permitir un mal cuando se piense que impedirlo provocará un mal mayor o impedirá un bien superior. La tolerancia se aplica a la luz de la jerarquía de bienes.
Hay dos evidencias claras: que hay que ejercer la tolerancia, y que no todo puede tolerarse.
Los límites entre lo tolerable y lo intolerable, hoy lo traducimos por el respeto escrupuloso a los Derechos Humanos, pomposo nombre para un cajón de sastre donde también caben, si nos empeñamos, interpretaciones dispares.