AGRADECIMIENTO.- LA TORTA DE PAN  ( Cuento árabe)

Es de bien nacidos ser agradecidos

El mendigo no quería mar­charse. Era tan viejo, que su bar­ba blanca cubría su pecho y su rostro estaba surcado de arru­gas profundas.

‑ Dame un poco de pan en nombre de Dios, repetía.

Pero la joven respondió otra vez.

‑ No puedo.

‑ ¿Por qué? Tu casa es peque­ña y tu vestido sencillo. No eres rica, seguramente, pero yo soy más pobre que tú, yo no tengo nada.

‑ ¡Ay! te daría gustosamente hasta mi último trozo de pan, pero ¿no conoces las órdenes del Sultán?

Queriendo abolir la mendicidad en su Reino decla­ró que a cualquiera que hiciese cari­dad le cortaría las manos.

El viejo bajó la frente y suspi­ró. ¿ Qué podía decir él? Pero mientras se alejaba tambaleante de debilidad, Leyla le llamó:

‑ ¡Me he equivocado!, dijo. Tú ¡no has implorado en nombre de Dios… Dios es más grande  que el Sultán, toma la torta de pan.    

Y fue así por lo que a Leyla, le cortaron las manos.

Ahora bien, el Sultán era un joven melancólico. Con el ros­tro triste permanecía silencioso en el hermoso salón de su Palacio. Y su madre que le ama­ba se inquietaba.

‑ Si mi hijo fuese feliz, se de­cía, sería más bondadoso para su pueblo. Si fuese feliz, le ve­ría lleno de salud y de alegría. Ha vivido demasiado tiempo solitario; habría que casarle con una joven  hermosa y buena.

Abordó muchas veces este te­ma con su hijo, y siempre el Sultán le apartaba molesto de la conversación.

Pero un día le dijo. Me casaré complacido si encuentro una mujer lo suficientemente her­mosa como para reinar a mi lado.

La madre sonrió.

‑ Yo conozco hace mucho tiempo a una maravillosa joven.

Su madre ha sido mi amiga. Siendo de una familia antes rica y poderosa, Leyla vive ahora so­la y pobre. Pero su belleza es incomparable. Y sus virtudes igualan a su belleza. El Sultán frunció el ceño.

‑ ¡Una mujer sin defectos no existe!

¡Ay! Leyla tiene un pequeño defecto… no tiene manos, pero, cómo alguien pensará mirar a sus mangas cuando se puede contemplar su radiante rostro. Déjame sólo que te la presente.

El Sultán consintió en ello y en cuanto vio a Leyla olvidó to­da otra cosa. Se casó con ella y ella fue por tanto Sultana, ama­da del pueblo y admirada de to­dos.

Vivió feliz durante algún tiempo, y su felicidad se acre­centó cuando se hizo madre.

Sin embargo, su rango, su belleza, su gozo  había suscitado feroces envidias, particular­mente entre ciertas mujeres del palacio. Llegaron con sus calumnias a irritar al Sultán; se hizo duro y suspicaz.

Y un día arrojó a su mujer e hijo del pa­lacio. Leyla huyó al desierto. Caminaba durante largo tiempo llevando a su hijo, espe­rando siempre encontrar algún refugio. Pero el desierto se extendía ante ella cálido y que­mante.

Terminó por agotar sus pequeñas provisiones y el niño bebió las últimas gotas de agua que perlaban todavía el fondo del odre.

La pobre mujer, agotada por la fatiga por el calor y por el hambre y la sed ‑y viendo a su hijo cercano a morir‑ se dejó caer sobre la arena sollozando. Pero cuando levantó la cabeza lanzó un grito de sorpresa; a sus pies un río profundo y claro fluía apaciblemente.

Se inclinó, bebió e hizo beber al niño y bebió más… pero en aquel último movimiento el be­bé impaciente vaciló y cayó al agua que se cerró sobre él. La desgraciada lanzando gritos iba a precipitarse a su vez en el río cuando un hombre surgió de la misma arena.

Se lanzó al agua y trajo al bebé sano y salvo. Lo depositó sobre las rodillas de su madre. Cubriendo al niño de caricias. Leyla levantó hacia el desconocido sus ojos brillantes de gratitud.

‑ Pues ¿quién eres tú, que has tenido piedad de mí?

‑Yo soy la torta de pan.

‑ ¿Qué quieres decir?

‑ Soy la torta de pan que tú diste un día a un mendigo.

Ya recuerdo, dijo Leyla tristemente mirando sus brazos y manos.

Pero, ¿qué había pasado? El, desconocido había tocado lige­ramente sus mangas y he aquí que dos manos finas blancas como las de antaño otra vez surgían como flores.

‑ Y ahora dijo el hombre, he aquí la torta de pan que te nu­trirá a ti y al niño.

Desapareció antes de que ella tuviera tiempo de darle las gra­cias.

‑ » Dios es grande, ha tenido piedad de mí»

Cuando quiso morder la torta otra maravilla; aquella miste­riosa torta, estaba llena de oro y de joyas de estimable valor.

Así Leyla podría vivir en paz y educar a su hijo.

Se levantó, el río había desaparecido, en el horizonte, más allá del desierto, una ciudad dorada de sol se elevaba de la arena rosada. Leyla cogió al niño y caminó hacia sus muros.