Yo, José, tenía diecisiete años cuando pastoreaba ovejas junto con mis hermanos en la tierra de Canaán. Mi padre, Jacob, me amaba más que a los demás porque era el hijo de su vejez y me hizo una túnica de diversos colores. Sin embargo, mis hermanos me odiaban por esta preferencia de mi padre y por los sueños que había tenido, en los que yo reinaba sobre ellos.
Un día, mis hermanos fueron a pastorear las ovejas en Siquem, y mi padre me envió a buscarlos y traerle noticias. Cuando los encontré en Dotán, conspiraron contra mí para matarme debido a su envidia y a mis sueños. Rubén, uno de mis hermanos, trató de salvarme y sugirió que me echaran en una cisterna en el desierto en lugar de matarme. Así lo hicieron, y me quitaron mi túnica de colores antes de arrojarme a la cisterna, que estaba vacía.
Mientras estaban sentados a comer, vieron a una caravana de ismaelitas que se dirigían a Egipto, llevando especias y productos aromáticos. Judá, otro de mis hermanos, sugirió que me vendieran a los ismaelitas en lugar de matarme, para que no tuvieran la culpa de mi muerte directamente. Mis hermanos aceptaron su propuesta y me vendieron por veinte piezas de plata a los ismaelitas, quienes me llevaron a Egipto como esclavo.
Así fue como fui vendido por mis propios hermanos y llevado lejos de mi hogar y de mi padre, comenzando una nueva vida en Egipto como esclavo. Fue un momento difícil y traumático en mi vida, pero también fue el comienzo de una historia más larga y llena de giros inesperados que Dios tenía preparados para mí.
Desde lo profundo de mi corazón, sentí una mezcla abrumadora de dolor y confusión al enterarme de lo que mis hermanos le habían dicho a mi padre Jacob. Sabía que era una mentira, que habían tramado un plan para deshacerse de mí y venderme como esclavo. Me sentí traicionado por aquellos que se suponía que eran mi familia, y me invadió la tristeza al pensar en el sufrimiento que mi padre estaría sintiendo en ese momento.
Me preguntaba cómo podían haber sido capaces de hacerle esto a nuestro padre, cómo podían haberme condenado a una vida de esclavitud en Egipto y luego engañar a Jacob haciéndole creer que había sido devorado por una bestia. Sentí una profunda indignación y una sensación de injusticia por la forma en que habían actuado.
Aunque estaba lejos de casa y enfrentaba un futuro incierto como esclavo en una tierra extranjera, mi corazón se apretaba al pensar en el sufrimiento de mi padre. Me llené de anhelo de poder abrazarlo de nuevo, consolarlo y decirle la verdad de lo que había sucedido. A pesar de todo, mantuve la esperanza de que algún día se revelaría la verdad y se haría justicia.
A lo largo de mi tiempo en Egipto, la imagen de mi padre llorando y afligido por mi supuesta muerte me perseguía constantemente. Me impulsó a mantenerme fuerte y determinado, a trabajar arduamente para superar los obstáculos que se presentaban en mi camino. La memoria de mi padre me brindaba la fuerza y la motivación para no perder la fe y seguir adelante, con la esperanza de algún día reunirme con él y restaurar la verdad.