Me contaba mi amigo José María, rector de una iglesia de Valencia, que en cierta ocasión, en el instante mismo en que empezaba la ceremonia de una boda, los novios y los padrinos comprobaron con horror que habían olvidado los anillos en casa.La tragedia estaba servida. La novia comenzó a llorar, y fueron inútiles los esfuerzos de del cura para convencerla de que no ocurría nada. Había tiempo de sobra para ir a buscar las alianzas. Si fuera necesario, él prolongaría algo la homilía.
Continúa la anécdota…
En la frente del oficiante brotaron las primeras gotas de sudor. Repitió los mismos argumentos con nuevo énfasis; se remontó al Antiguo Testamento; habló de Tobías y de su esposa, de Adán y Eva…, y los anillos no llegaban.
A punto estaba de tirar la toalla y comenzar el rito del matrimonio suprimiendo o aplazando la bendición e imposición de las alianzas, cuando por el pasillo central de la iglesia, entró corriendo como un atleta olímpico uno de los testigos.
El recién llegado levantó el brazo derecho para mostrar su trofeo. Don José María tomó aire, recuperó la serenidad y exclamó con voz potente:
—¡Ya está aquí el Señor de los Anillos!
Si el organista hubiese tenido reflejos habría interpretado en ese momento la música de la peli.