Había una vez una familia que vivía en un hermoso jardín creado por Dios. Adán y Eva, los primeros seres humanos, habían sido bendecidos con dos hijos, Caín y Abel. A medida que los niños crecían, sus personalidades empezaron a tomar forma.
Abel era un niño muy ordenado y diligente. Todas las mañanas, se levantaba temprano para recoger el lugar donde había dormido y prepararlo para la noche siguiente. Siempre se aseguraba de que todo estuviera en su lugar, y no dejaba nada fuera de sitio. De hecho, su estancia era un modelo de orden y perfección.
Por otro lado, Caín era un niño muy diferente a su hermano. A menudo dejaba las cosas por ahí y no se preocupaba por mantener su espacio limpio y ordenado. Algunas veces incluso olvidaba dónde había dejado sus cosas.
A pesar de sus diferencias, los hermanos eran muy cercanos y disfrutaban pasando tiempo juntos. Abel era un pastor de ovejas, y pasaba gran parte de su tiempo cuidando de su rebaño. A menudo, Caín se unía a él en sus labores, y juntos pastoreaban las ovejas por los campos.
Un día, los hermanos decidieron ofrecerle algo a Dios como una muestra de su devoción y gratitud. Abel ofreció los mejores corderos de su rebaño, mientras que Caín ofreció los frutos de su labor en la tierra. Sin embargo, Dios solo aceptó la ofrenda de Abel, y rechazó la de Caín. Esto hizo que Caín se sintiera furioso y celoso de su hermano.
La ira de Caín creció hasta que un día, en un acceso de rabia, asesinó a Abel en el campo. Cuando Dios le preguntó por su hermano, Caín mintió y dijo que no sabía dónde estaba. Dios, sabiendo la verdad, lo castigó y lo condenó a vagar por la tierra por el resto de sus días.
Así, la historia de Caín y Abel nos recuerda que aunque a veces las personas pueden ser diferentes en su forma de ser, cada uno es valioso e importante a su manera, y que el odio y la envidia pueden llevar a consecuencias terribles.