Las palabras hacen daño: no se puede decir cualquier cosa. El respeto debe empezar en lo que decimos, cómo lo decimos y a quién. Aparte, lo que está escrito permanece. ¡Qué fácilmente decimos lo que no debemos! ¡Cuántas veces nos arrepentimos de hablar! Y pensamos: mejor hubiera sido no hablar…
Los clavos del mal carácter
Esta es la historia de un chico que tenía muy mal carácter; lo sabía, pero no se había dado cuenta.
Para que se diera cuenta, su padre le dio una bolsa de clavos y le dijo que cada vez que perdiera la paciencia, debería clavar un clavo detrás de la puerta. Pronto la puerta se llenaba de clavos. Pero, a medida que aprendía a controlar su genio, clavaba cada vez menos clavos detrás de la puerta. Descubrió que podía controlar su genio, pues el clavar le hacia pensar sobre su mala actitud.
Llegó el día en que pudo controlar su carácter y ya no tenía razón de clavar. Después de informar a su padre, éste le sugirió que retirara un clavo cada día que lograra controlar su carácter. Los días pasaron y el joven pudo finalmente anunciar a su padre que no quedaban más clavos para retirar de la puerta. Era ciertamente un gran logro, pero su padre lo tomó de la mano y lo llevó hasta la puerta. Le dijo: «has trabajado bien, hijo mío, pero mira todos esos hoyos en la puerta. Nunca más será la misma. Cada vez que tu pierdes la paciencia, dejas cicatrices exactamente como las que aquí ves.
Tú puedes insultar a alguien y retirar lo dicho, pero la herida permanece y el mal se propaga. Una ofensa verbal es tan dañina como una ofensa física. Ahora hace falta trabajar mucho mas para que la puerta quede como nueva. Hay que reparar cada agujero y muy difícilmente lograrás que quede como nueva.
No es suficiente dejar de pecar. Hay que reparar. Todo se sana con la gracia de Dios, pero requiere mucho sacrificio y reparación. Las heridas que deja el pecado requieren como remedio la cruz.