Mártires por asistir a la Santa Misa
Sucedió en Alluta, ciudad del norte de África, a finales del siglo III.
El emperador Galerio, uno de tantos perseguidores, había prohibido toda manifestación de culto, y ordenó que fuesen cerrados todos los templos. A partir de entonces los cristianos tenían que reunirse en sus casas para la Misa.
La policía imperial había encarcelado a treinta y cuatro mujeres y a diecinueve hombres porque los sorprendió en la casa de uno de ellos celebrando el Sacrificio Eucarístico. Por aquellos días Galerio estaba en Cartago, y el juez remitió los presos al emperador para que él mismo los juzgase.
Comenzaron las acusaciones. Galerio mandó azotarlos a todos.
– ¿Por qué nos azotas, emperador? No somos ni ladrones ni asesinos: cumplimos la Ley de Dios.
-No hay más ley que la mía -replicó orgulloso Galerio.
-Sobre vuestras leyes, señor, están las Leyes del único Dios verdadero, Creador del Cielo y de la tierra.
Estalló entonces la ira del tirano, y ordenó que al que había hablado le torturaran. Le encerraran en la cárcel y le dejaran morir de hambre.
De modo parecido fueron confesando su fe todos los demás. Una joven llamada Victoria; el sacerdote que había oficiado la celebración, Saturio… Todavía estaban torturando al sacerdote, cuando otro cristiano se acercó al trono del emperador:
-Yo también soy discípulo de Cristo; me llamo Emerico, y mía era la casa donde se celebraba la Santa Misa.
-¿Y por qué lo permitiste sabiendo mi prohibición?
-Porque nosotros creemos que por encima de la autoridad del César está la autoridad de Dios. Y, además, nosotros los cristianos, no podemos vivir sin la Santa Misa.
Ni los ríos de sangre fueron capaces de vencer a aquellos primeros cristianos. El gran derrotado fue Galerio. Nunca podría olvidar la actitud serena y firme de aquellos mártires: «¡Yo también soy discípulo de Cristo!»,
«Nosotros, los cristianos, no podemos vivir sin la Santa Misa».