Un niño de cinco años está al pie de una larga escalera, en el colegio, esperando al sacerdote que baja por ella.
Cuando el sacerdote llega a su altura, con la misma naturalidad que si le preguntase por su madre, le dice:
-“¿Cómo está Dios?”.
-“¡Estupendamente! ¡Esta fenomenal!”–Le responde el cura-.
-“¡Ah, bueno!” – Contestó el niño. Y se marchó tranquilo -.
Cuando el sacerdote llega a su altura, con la misma naturalidad que si le preguntase por su madre, le dice:
-“¿Cómo está Dios?”.
-“¡Estupendamente! ¡Esta fenomenal!”–Le responde el cura-.
-“¡Ah, bueno!” – Contestó el niño. Y se marchó tranquilo -.
Continúa la historia de la vida misma…
La pregunta del niño hizo pensar al sacerdote. Jamás nadie le había preguntado cómo está Dios. Ni él mismo se lo había planteado.
Nos preocupamos más de lo que Dios puede darnos que de El mismo. La falta de afán por saber de Dios es una manifestación clara de poco amor.
¿Por qué – se decía el sacerdote- me pregunta a mí por Dios?. Sin duda me ve como de su familia. Y yo ¿me veo como miembro de la familia divina? ¿Siento mi parentesco con Dios?.
La pregunta de aquel niño sugiere muchas pistas de examen.
“¿Cómo está Dios?” ¿Te lo has preguntado alguna vez? ¿Estará contento de ti?
Austín Filgueiras