Como tantas otras madres, ella tampoco preguntaba a su hijo, muchas veces, de dónde venía, a altas horas de la noche. Estaba simplemente sentada en un taburete junto a la pared para apoyar la cabeza contra ella, y cuando sentía sus pisadas en los cantitos del patinillo, se iba de prisa hacia su cama y se hacía la dormida o como si se despertase en ese preciso momento. Pero también sabía que las malas noticias viajan solas y que no se necesita esperarlas. Y aquella noche, rendida por el cansancio, ya se disponía a dormir, aunque él tardara todavía un poco, cuando oyó pisadas que no eran las de su hijo, y, a poco, aporrearon la puerta. Y en seguida una voz dijo, casi murmurando, pero excitada:
- Soy Judas. Acaban de detenerle.
- (…)
- Llévaselo en seguida. ¡Hace tanto frío y tiene una garganta tan delicada!
Así que luego, cuando Judas murió, ella comprendió hasta cierto punto que Judas se hubiera suicidado.
¡Estaban tan unidos!
(José Jiménez Lozano, “Los grandes relatos”)