Nació en Nicosia (Sicilia, Italia) el 5 de noviembre de 1715, en una familia pobre, pero muy religiosa. Fue bautizado ese mismo día con los nombres de Filippo Giacomo. Su padre, zapatero, murió un mes antes de que él naciera.
Como la mayor parte de los niños pobres sicilianos de ese tiempo, no fue a la escuela. Ejerció también él desde niño el oficio de zapatero.
La cercanía de un convento de padres capuchinos le permitió visitar con frecuencia a la comunidad y conocer a los religiosos. Se sintió cada vez más atraído por su vida: alegría, austeridad, pobreza, penitencia, oración, caridad y espíritu misionero.
A los veinte años pidió al superior del convento de Nicosia que intercediera ante el padre provincial para que fuera aceptado en la Orden como lego, pues, al ser analfabeto, no podía ser admitido como clérigo, y sobre todo porque ese estado correspondía más a su índole sencilla y humilde. No fue aceptado ni entonces ni a lo largo de ocho años, a pesar de sus repetidas solicitudes. Pero no perdió la esperanza.
En 1743, cuando supo que el padre provincial de Messina se encontraba de visita en Nicosia, pidió hablar personalmente con él para exponerle su deseo. Al fin, el provincial lo admitió en la Orden.
El 10 de octubre de 1743, en el convento de Mistretta, comenzó su noviciado, tomando el nombre de Félix. Fue para él un año de ejercicio de las virtudes particularmente intenso. Destacó por su obediencia, por su sencillez, por su amor a la mortificación y por su paciencia.
Hizo su profesión el 10 de octubre de 1774 y lo mandaron al convento de Nicosia.
Ejerció el oficio de limosnero. Cada día recorría las calles del pueblo llamando a las puertas de los ricos, invitándolos a compartir sus bienes, y a las de los pobres, para ofrecerles ayuda en sus necesidades. Siempre daba las gracias, tanto cuando le hacían donativos como cuando lo rechazaban de mala manera, diciendo: «Sea por amor de Dios».
Aunque era analfabeto, conocía bien la sagrada Escritura y la doctrina cristiana, pues se esforzaba por retener en la memoria los pasajes bíblicos y los textos de libros edificantes que se leían en el convento durante la comida; también retenía lo que escuchaba durante las predicaciones en las iglesias de Nicosia.
Fue muy devoto de Jesús crucificado. Los viernes contemplaba la pasión y muerte de Jesucristo; todos los viernes de marzo ayunaba a pan y agua, y pasaba mucho tiempo en el coro con los brazos en cruz, meditando ante el crucifijo.
Tenía particular devoción a la Eucaristía. Pasaba horas ante el sagrario, incluso después de llegar muy cansado de los trabajos del día.
Veneraba con ternura a la Madre de Dios.
Aunque se encontrara débil o enfermo a causa de las duras penitencias y mortificaciones, siempre estaba dispuesto a cualquier forma de servicio, sobre todo en la enfermería del convento.
Mientras trabajaba en el huerto, le sobrevino una fiebre violenta. Su superior, por obediencia, lo mandó a la cama. Al médico que le recetó medicinas le dijo que eran inútiles, pues se trataba de su última enfermedad. Y así fue. Murió el 31 de mayo 1787. Fue beatificado por el Papa León XIII el 12 de febrero de 1888.