Cierto día, caminando por la playa reparé en un hombre que se agachaba a cada momento, recogía algo de la arena y lo lanzaba al mar. Hacía lo mismo una y otra vez. Cuando me aproximé, observé que lo que agarraba eran estrellas de mar que las olas depositaban en la arena, y una a una las arrojaba de nuevo al mar.
Le pregunté por qué lo hacía, y me respondió: «Estoy lanzando estas estrellas marinas nuevamente al océano. Como ves, la marea está baja y estas estrellas han quedado en la orilla. Si no las devuelvo morirán aquí por falta de oxígeno.» «Entiendo -le dije-, pero debe haber miles de estrellas de mar sobre la playa, no puedes lanzarlas todas.
Son demasiadas, quizás no te des cuenta que esto sucede probablemente en cientos de playas a lo largo de la costa. ¿No estás haciendo algo que no tiene sentido?».
El hombre sonrió, se inclinó y tomó una estrella marina y mientras la lanzaba de vuelta al mar me respondió: «¡Para ésta sí lo tuvo!».