Fueron solo unos instantes, los más amargos de mi vida, pero solo fueron unos segundos. Desde entonces nunca te he negado. Sin embargo, aquel dia mi falta de coraje impidio que, cuando te cogí en brazos, te cubriera de besos.
Ocurrió en la fría madrugada del 13 de febrero de 1986. A las seis y veinte de la mañana. Por fin habías venido al mundo, con llanto y rabia, porque abandonaste el cómodo refugio que durante nueve meses te había mimado, acunado, alimentado, hablado, dormido.
Cuando te vi por primera vez y me di cuenta que tenias «ojos de chinito» -nunca se borrara de mi la imagen de la monja que te mecía-, se me vino el mundo encima. Fui un cobarde que se atraganto de miedo ante ti y ante la vida. No tuve valor para besarte. Solo te abrace y llore. Es posible que nunca seas capaz de entender que paso, pero, Diego, mi Diego, mi Kue, mi Ronaldinho, mi Robertinho Carlos, nunca me lo perdonare.
Tampoco sabrás cuantas noches he pasado en vela pidiendo perdón en el silencio, en la soledad de ese silencio interior que grita y aventa el alma, imaginando mil formas nuevas de darte cada mañana, a las 7, matematicamente puntual, llegabas a nuestra cama con tu lengua de estropajo para despertarnos: ¿qué pasa aquí? Ya es la hora. Fueron solo unos minutos, pero nunca sabrás cuánto he deseado borrarlos, que no hubieran pasado, que tuviera una segunda oportunidad para redimirlos. Inmediatamente aprendí a quererte.
Con locura Con pasión, como te quiso tu madre cuando supo antes que nadie, la primera, que serias parte nuestra. Como luego hizo María cuando entendió que alguien vendría a entrometerse entre ella y nosotros.
Cuando comprendí que tu sonrisa no tenía doblez, que tu llanto era de verdad, que le hacías un mohín a la vida y un guiño a mi corazón, no dude mas. Tampoco te acordaras, pero otra noche te arranque dormido de la cuna -y tu sonriendo y yo llorando-, te jure que siempre serías feliz, que nada ni nadie, mientras yo tenga un hálito de vida, podrá impedir que seas feliz.
Me has dado tanto, me has enseñado tanto, soy un afortunado teniéndote a mi lado, que por nada de este mundo o del otro cambiaría un solo instante de los que he pasado contigo a lo largo de tus once añazos. Esta mañana, como cada dia desde hace tanto y como cada dia haré desde el resto de mi vida, he pensado que podría hacer por ti, y lo mejor que se me ha ocurrido es escribirte, con motivo de estas jornadas tan especiales, solo para decirte, sin cansarme jamás de este juego de palabras a menudo tan vanamente pronunciadas, que no te negaré mas, que no te traicionaré mas, que te quiero, hijo.
Del libro «Dios en off» reseñando una carta del periódico «El Mundo»