A los 6 meses de ordenado, mi Obispo me envió a dirigir una Parroquia ; tenía que suplir a un Párroco que llevaba allí más de 30 años, por lo que me encontré con la no aceptación de los habitantes de aquel lugar. La tarea fue ardua pero fecunda y no habría tenido tanta fecundidad sin la ayuda de un pequeño llamado Gabriel… El protagonista de este relato.
A la segunda semana de llegar a aquel lugar se me presentó un matrimonio joven con su pequeño hijo muy especial (síndrome de Down). Me solicitaban que lo aceptara como monaguillo. Pensé en rechazarlo, y no por ser un niño con capacidades diferentes sino por todos las dificultades con las que iniciaba mi ministerio en aquel lugar, pero no pude decir que no, pues al preguntarle si quería ser mi monaguillo no me respondió, sino que se me abrazó a la cintura. Menuda forma de convencerme…
Lo cité para el siguiente domingo 15 minutos antes de la Eucaristía y puntualmente allí estaba con su sotanita roja y su roquete que su abuela le había hecho a mano para la ocasión.
Tengo que agregar que su presencia me trajo más feligreses pues sus familiares querían verlo estrenarse en su papel de monaguillo. Yo tenía que preparar todo lo necesario para la Eucaristía. No tenía sacristán ni campanero así que tuve que correr de un lado para otro, y no fue sino hasta antes de iniciar la Misa cuando me percaté que Gabriel nada sabía de cómo ayudar en la Misa; por la premura del tiempo se me ocurrió decirle:
«Gabriel, tienes que hacer todo lo que yo haga ¿vale…?»
Nunca se lo hubiera dicho, un niño como Gabriel es el niño más obediente del mundo, así que iniciamos la Celebración y al besar el altar, el pequeño se quedó prendido a él; en la homilía vi que los feligreses sonreían al hablarles, lo cual alegró mi joven corazón sacerdotal, pero luego me percaté que no me miraban a mí sino a Gabriel que me seguía tratando de imitar mis movimientos. En fin, uno de los detalles de aquella primera Misa con mi novel monaguillo.
Al terminar le indiqué qué tenía que hacer y qué no y entre otras cosas le dije que el altar solo podía besarlo yo. Le expliqué cómo el sacerdote se une a Cristo en este beso. Me miraba con sus grandes ojos interrogantes sin llegar a entender del todo la explicación que le daba… Y, sin callarse lo que pensaba, me dice: «Anda, yo también quiero besarlo…». Le volví a explicar porqué no… Al final le dije que yo lo haría por los dos. Pareció que había quedado conforme.
Pero al siguiente domingo, al iniciar la Celebración y besar el altar, ví cómo Gabriel ponía su mejilla en él y no se despegaba del altar con una gran sonrisa en su pequeño rostro.
Tuve que decirle que dejara de hacer aquello. Al terminar la Misa le recordé:
«Gabriel, te dije que yo lo besaría por los dos».
Me respondió: «padre, yo no lo besé. Él me besó a mí…».
Serio le dije: «Gabriel, no juegues conmigo…» Me respondió: «¡¡De verdad, me llenó de besos!!».
La forma en que me lo dijo, me llenó de una santa envidia; al cerrar el templo y despedir a mis feligreses me acerqué al altar y puse mi mejilla en él pidiéndole: «Señor… bésame como a Gabriel».
Aquel Niño me recordó que la obra no era mía y que ganar el corazón de aquel pueblo solo podía ser desde esa dulce intimidad con el Único Sacerdote, Cristo.
Desde entonces mi beso al altar es doble pues siempre después de besarlo pongo mi mejilla para recibir su beso. ¡¡Gracias, Gabriel!
Acercar a los otros al misterio de la Salvación nos llama a vivir nuestro propio encuentro. Al igual que yo, con mi querido monaguillo maestro Gabriel, aprendí que:
¡Antes de besar yo el altar de Cristo… tengo que ser besado por Él!
«Señor Jesús, haznos sentir tus besos todos los días para que nuestros corazones nunca tengan más necesidad de amor, porque Tú lo llenas todo…»