«Queremos no los consuelos, sino al Consolador; no la dulzura, sino al Salvador; no la ternura, sino a aquél que es la suavidad del cielo y de la tierra; entre esos afectos debemos desear permanecer firmes en el santo amor de Dios, aunque toda nuestra vida no experimentemos consuelo alguno, perseverando en la voluntad de decir sobre el Calvario lo mismo que sobre el Tabor: ¡Oh, Señor, qué bien se está aquí! ¡Contigo, en tu cruz o en tu gloria!»