Mi viaje a Japón fue como sumergirme en un fascinante choque entre lo tradicional y lo ultramoderno. Tokio, una metrópolis con rascacielos brillantes y tecnología de vanguardia, me dejó sin aliento. Desde el icónico cruce de Shibuya hasta la paz serena del Jardín Imperial, cada rincón de la ciudad tenía su propia historia por contar.
Luego, en Kioto, el tiempo parecía haberse detenido. Sus templos antiguos, jardines zen y la elegancia de las geishas me transportaron a otra época. Cada calle empedrada susurraba historias de un Japón clásico y tradicional.
El Monte Fuji fue imponente y majestuoso, una vista que quedará grabada en mi memoria para siempre. Los baños termales en los onsen y los tranquilos bosques de bambú en Arashiyama ofrecieron una conexión única con la naturaleza japonesa.
La gastronomía fue un deleite para mis sentidos. Desde los frescos sushis y sashimis hasta los platos tradicionales como el ramen y el tempura, cada comida era una experiencia culinaria única. El sake, una parte esencial de la cultura, me permitió sumergirme aún más en sus tradiciones.
Pero más allá de los lugares, fue la amabilidad y la cortesía de la gente lo que realmente me marcó. La puntualidad, el respeto y la calidez de su hospitalidad hicieron que cada encuentro fuera significativo. Japón no solo fue un destino de viaje, fue una experiencia que cambió mi perspectiva sobre la vida y la cultura.