No, no se trata de un tabernero chulesco que te vacila cuando le pides una cerveza –que los hay, pero esos, por suerte, dan más risa que miedo–.
Todo el mundo conoce a alguien que conoce a alguien que, estando de viaje, se fue a tomar una copa a un bar solitario del pueblo en el que se alojaba.
Para pasar el rato y desconectar tras muchas horas al volante, el conductor consume varios gin & tonics en animada conversación con el camarero. Según la leyenda, el forastero vuelve al día siguiente y se encuentra con otro barman.
Al preguntar por su compañero, si es que ese día libra, se entera con estupefacción de que el establecimiento había estado cerrado la noche anterior. A
hora mismo todos estamos visualizando un bar de carretera cercano a un polvoriento motel de la ruta 66, pero el caso es que esta leyenda también tiene su versión celtibérica.
La oí hace poco, de boca de un amigo cuyo padre era comandante del aire y había estado un tiempo destinado en la Base Aérea de Los Llanos en Albacete.
Cuando al cabo de seis meses volvió a esa base para una breve instrucción, decidió una noche acercarse a la cantina para ver si aún estaba Tomás, el soldado camarero con el que había hecho buenas migas durante su anterior estancia.
Todavía estaba al cargo y el mando se pasó un buen rato bebiendo Magno y contándole anécdotas al soldado. Al día siguiente la cantina estaba cerrada.
Cuando inquirió, le contaron que Tomás ya no estaba en el cuerpo: se había suicidado hacía tres meses. La cantina estaba cerrada, a raíz del suicidio y de que se había terminado el nuevo pabellón de oficiales.